Al contrario de lo que ocurre generalmente con quienes difieren en un tema, el problema irresoluble es aquí aspirar a que una de las dos entienda que, opinando una cosa, opina al mismo tiempo la contraria. Se lee en El País, ayer, de una denuncia provocada por la actitud de un profesor al negarse a pronunciar la palabra “jamón” ,tras ser advertido por uno de sus alumnos de los problemas que su religión plantea.
“Lo que tú comas o coma este otro, a mí no me importa nada. La religión que tú profeses, profese este o aquel otro, todavía me importa menos. Aquí sois 30 alumnos y tú te debes adecuar a los 29 restantes y no los 29 restantes a ti” –se cita a sí mismo el profesor. “Le dijo que se fuera a su país si no le gustaba el jamón y le llamó inútil” –recuerda la madre del niño. En la versión peor, y desechada la parte más obvia del asunto –cómo creer que, de haber un dios, y que de entre sus prioridades esté hacerte llegar su preocupación por el fiambre, te hace sin duda un inútil, al menos gastronómico-, está la primera y más doliente verdad: cómo semejante frustración –ver carnicerías en todas partes, o no poder pedir una cerveza por miedo a que te pongan un trozo de chorizo- ha de exigir esfuerzo tal que prácticamente compense no salir de casa, que viene a ser lo mismo que no vivir en este país, tal y como ocurría con una vecina adolescente, a la que su familia musulmán apenas dejaba salir a la calle. Seguramente por su bien, para ahorrarle el sufrimiento antes descrito. Otra posibilidad sería, en un país sin partidos mayoritarios sujetos a la iglesía católica y su mezquino uso de la realidad, aspirar a ver, esculpido a la entrada de los colegios, públicos y privados, esa parte del pensamiento del profesor citado: La religión que tú profeses, profese este o aquel otro, no me puede importar menos.
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