24 diciembre 2010

Ley de la propiedad privada de propiedad

Lo escribía José María Guelbenzu en El País 22.12: “para negar la culpabilidad, nada como simular ser la víctima”. Política y economía viven de esa cortina, que sirve también para la ley antipiratería -¿por qué no se la llama cómo debe?- y para esa otra ley milagrosamente aprobada, no contra el tabaco –otro error en el bautismo-, sino para salvaguardar a quienes no fuman. Así, víctimas son los internautas que se declaran acusados de esa cualidad de la libertad de expresión que es… robar la libertad ajena de ponerle precio. Víctimas también quienes se ven acosados por la prohibición de fumar… que es sólo la de hacerlo allí donde quienes, no fumando, no podían entrar en un bar, un despacho, un restaurante, sin exponerse a la pestilencia y su lotería cancerígena.

Hablando de derechos, se habla en realidad de obligaciones: la de quien considera obligatorio que, quienes padecen las consecuencias de sus deseos –dueños de derechos de autor o no fumadores-, se vean amparados por ese matiz de la libertad que es tragársela. A sus ojos, la única obligación sacrosanta parece ser la que antepone la expresión a la libertad. El derecho real es otro: tanto quienes se bajan películas o canciones sin pagar, como quienes fuman, tienen derecho a no hacerlo. Es decir, no están obligados a robar la propiedad ajena o apestar a quien se halla al lado sin culpa alguna.

De la misma forma se llega a esa otra revelación que es la que atañe a la propiedad: no estás obligado a bajarte una canción sin pagar, de la misma forma que su dueño no está obligado a vendértela. El precio es su forma de elegir, legítimo como sea valorar todo lo que es tuyo. ¿Qué derecho tienes a ver, sí o sí, esa película que, de otra forma, habrías de pagar? Ninguno. No es tuyo. Es de quien lo paga. ¿Qué es lo que no se entiende?. Como si lo que no es suyo fuera algo que les quitan, escribe un lector en El País que “a los de siempre les molesta que tengamos el disfrute de los bienes”, definición que un ladrón de bancos firmaría en ese “podemos acceder a multitud de lugares, disfrutar degustando obras, piezas, legados”. Torvamente, “sociedad de la información” se traduce como “de la libre elección y gratuidad”. Como si una librería fuera mejor, no cuanto más grande, sino cuanto más sencillo robar en ella.

Los impuestos que aporta el tabaco revierten en la sanidad que paga tratamientos para fumadores y no fumadores. La lógica de su necesidad empieza y acaba ahí. Una vez abierto el paquete, cuanto tiene que ver con ello es placer para unos, y asco, residuos e insalubridad para el resto. Sitios para unos, sitios para otros –se clama la panacea. Como si el problema de los negros estadounidenses hasta 1957 fuese que había más bares, autobuses u hoteles para blancos que para negros.

No hay “Libertad” sin “expresión”, pero sí peor libertad cuanto peor la expresión. Uno acepta cambiarse de acera en cuanto vea aproximarse un fumador y su emanación pestilente, sólo que no hay aceras para no fumadores. No hay calles, no hay atmósfera para no fumadores. Gana la “expresión” porque el asco por metro cuadrado de entorno no es medible, y legislable, aunque algo cuenten las toneladas de colillas por doquier. Por eso en un espacio cerrado –medible- ha de ganar la “libertad”, la de poder entrar en él sin tener que sufrir la adicción ajena. Permítase el símil pues se permite su olor: lo que se prohíbe no es defecar, sino hacerlo en lugares públicos. O qué, sino excremento, es el filtro, que tras evacuar la ansiedad, se tira al suelo impunemente.

La diferencia fundamental entre la mirada que juzga similares la impunidad del que roba la obra ajena y la del que roba el aire ajeno, es que mientras la primera es una construcción mental –uno llega a su conclusión tras analizar las causas de los dos lados-, la que atañe al tabaco no puede serlo, uno no elige sentir repugnancia o desarrollar cáncer como decisión meditada. Por eso, mientras que la lucha por la primera causa puede perderse, con todo lo criminal que ello comporta, la lucha por la segunda ha de ganarse porque, al enjuiciado de quienes defienden fumar donde les apetezca, el que no fuma no puede siquiera oponer pruebas –el asco no es medible, no es equiparable al acto de voluntad que es el fumar, porque experimentar rechazo no es un acto que uno elije sentir.

Lo que se ve perseguido no es el propio derecho, sino el ajeno. Y dice bastante de la sociedad que tenemos el que, a estas alturas, haya que explicar que el aire que respiramos o la vastedad de Internet son contenidos que, no por estar al alcance de todos, pueden usurparse o tomarse por propios sólo porque lo que no es fácilmente legislable –la calidad del aire, las aduanas virtuales- puede, así, darse por legitimado. Que el que necesita, y merece, ser defendido, no es que el enarbola un derecho, sino el que asiste a ello con pérdida, no de esa abstracción –derechos-, sino de algo más tangible –la salud, la propiedad y remuneración de lo que es tuyo.

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quizá porque uno duda de que nada de esto sirva para algo, propuse a mi buen pavel jugar a verlo desde el otro lado, para que, al menos, sirva para ese otro placer, que es leerle: http://piedefoto.blogspot.com/2010/12/lauren-bacall-en-tener-o-no-tener-1944.html

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