13 diciembre 2010
Lo que sabemos de los hombres
Como si un mismo artículo bajo dos lentes distintas, donde muere el de Millás sobre la eutanasia en la persona de Carlos Santos (El País 5.12) como un zombi echa a andar el de Georgina Higueras sobre Corea del Norte, donde la población embalsamada en un régimen comunista feudal vive como aquel muere: sin poder hacer otra cosa. Se tolera la eutanasia si es un país quien la afronta, aunque el único parecido con la que elije el desahuciado es que, mientras desde el interior semeja una elección pacientemente voluntaria, desde fuera es sencillo considerarlo un crimen, una decisión maniatada. La teoría de mínimos –la libertad de elegir a partir de qué punto la vida no compensa- oferta un amplio surtido de cadáveres que, de uno en uno están obligados a morir casi clandestinamente, pero que, al darse por millones, sucede a plena luz del día. Plantas a Carlos Santos, o a cualquiera, en una de esas fotografías de Hiroshi Watanabe y el cóctel que te termina de matar sigue siendo urgente. Como la historia de la iglesia católica cuenta a quien quiera leerla, el asesinato en nombre de dios (kim Jong II lo es) se absuelve con describirlo como producto de eutanasia moral, y siempre queda esa anestesia que es forzar a pensar que se vive en el paraíso (para anunciar el nombramiento del sucesor, la agencia oficial de noticias norcoreana dice “el lucero del alba Venus emitió un brillo inusual sobre el lago surgido en el cráter del sagrado monte paektu”). Se vive entre trampantojos y bien que se distinguen, y despertar tiene el derecho de traer la muerte como, entre convulsiones parejas, la vida. Como un apóstol incómodo, narra Millás la epifanía de un hombre, su encarnación en idea –el derecho a morir. Mientras, en Corea del Norte, dios consulta con los astrólogos cada decisión. Así, el hallazgo de las últimas voluntades y la añoranza de las primeras crea y se despide del mundo en un mismo gesto a cámara.
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