El argumento de la obra Amor de Perplimplín –el honor del anciano casado con una joven impelida a ello sin quererle sino por su fortuna- adquiere el color de lo real al ser interpretado por una compañía japonesa, acaso el único país en que la noción de honor resiste a la fosilización que impera en el resto del mundo más allá de esa noción aberrante que, en tantos regímenes islámicos, pervierte la idea de lo honorable al lapidar con él los derechos femeninos. Transigir con la humillación de asumir, al tiempo, su impotencia –real- y el adulterio de manos de su amada Belisa modela la expresión del honor de Perlimplín -el alma es el patrimonio de los débiles –gime cuando su amada habla del deseo, de un hábito del cuerpo para él desconocido- y ese dolor –que en algo es también el de Othello- merece bien el expresionismo colorista y gritón, y al que el mimo aporta lo grotesco, con que anoche se pronunciaba en japonés. También ese teatro de gesto extremo, que parece linchar los diálogos en vez de pronunciarlos, construye –sin quererlo, cree uno- una versión si cabe más distante de la relación de amor mutilado que une a Perlimplín y Belisa en el hecho de que los actores rara vez se miren, y proyecten, en cambio, su soledad, su desamparo hacia el público.
Por cierto, de la forma de reparación poética que es, siquiera de forma azarosa, compensar la retirada del montaje acerca de Lorca que iba a poder verse en el teatro Español con esta versión de Perlimplín que incluye personajes tomados de la Valleinclaniana Ligazón. Y cómo, por cierto, está Lorca en el teatro de la Abadía destinado, por segundo año consecutivo, a ver sus obras cosidas a otras obras, sean suyas o, como en este año, ajenas. Son todos Lorca, al cabo. Y lo mejor, aún hay dos días para poder verlo: sábado y domingo en el Corral de Comedías de Alcalá.
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