09 junio 2006

Mncars 1. Esperando a Gordon Matta-Clark.

Aunque la casa y la ventana –sobremanera El Guernica y Los fusilamientos del 2 de mayo- vivan aquí ambas, no deja de admirarse cómo estos días se tira la primera desde la segunda en la exposición que permite mirar a Picasso al lado de algunos de los cuadros que él miró para pintar los suyos. Si bien a uno le admira más, siente más logrado el objetivo de la muestra en la parte que alberga El museo del Prado, es en el Mncars donde el duelo –como paredes acribilladas de llanto- que enfrenta ambas obras sobrecoge el alma, pues siendo el dolor que subyace cada una de las dos obras distinta en tiempo y formas, a la vez es cruelmente similar y de un desgarramiento que no exige haber nacido en este país para sentirlo dentro, aferrado a uno, y casi parece una broma, un juego de funcionarios armados e indolentes, la pictóricamente espléndida Ejecución del emperador Maximiliano, pintada por Manet en 1869, y expuesta entre El Guernica y Los fusilamientos del 2 de mayo como se colgaría un cartel que indicara que tanto dolor es una broma, que matar no duele de este lado ni tensa los músculos de quienes la empuñan desde el otro. Anclado el primero por su fragilidad en las paredes del Mncars, las mismas paredes que acogen a Goya permiten, por demás, algo que el espacio habitualmente habilitado en El Prado para exposiciones temporales no hubiera permitido: un recorrido, medido en metros generosos, que media entre una y otra obra, y que, sin la marea de gente interpuesta, uno puede imaginar como el espacio de un duelo entre gigantismos, en el que el mayor de esos enormismos fuera precisamente el duelo que emana de ambas, duelo como enfrentamiento de violencias y duelo como dolor inmune al tiempo. Sendas barreras impiden acercarse a ambas obras y entre las razones ha de estar el vigilar cierta distancia respecto al dolor que guardan. Y es justo eso: lo que al guardar preservan del olvido, como sendas gorgonas a las que se hiciera harto difícil mantener la mirada, dispuestas de tal forma, frente a frente, que sólo un dolor semejante pueda aplacar, contener, al otro. Hay una luz en el centro de cada uno de los cuadros –una bombilla en El Guernica, un fanal en Los fusilamientos- y se hace indeciblemente hermoso imaginarse, a solas y a oscuras, en el pasillo que las une, sintiendo su resplandor, tenue o teñido de rojo. Cómo la luz que muestra el horror es la misma que se necesita para preservarlo, antes y después, de la oscuridad.

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