11 junio 2006
Del tamaño de la rata
Daba la presencia de Juan Mayorga y Alberto San Juan, el día de la función a la que asistí, un raro sentido de vigilancia y complicidad que viniera a validar el dolor que Martín Crimp escribiera en su Cruel y Tierno que estos días se representa en Madrid. Como autor del texto y víctima de la pederastia, respectivamente, en su espléndida Hamelin, vista el año pasado- los primeros contemplaban la obra desde asientos de primera fila, que en esta ocasión eran, de hecho, parte del escenario pues los actores iban sentándose y levantándose de ellos a medida que la obra exigía sus presencias y sus ausencias, y si no fuera porque ambos entraran a la vez que uno al teatro, su papel habría añadido más tensión aún a la obra de Crimp, que de por sí anda sobrada de ello. Es el Cruel del título un compendio de pederastia, crimen y desprecio, que es Tierno también en la medida en que una de las víctimas del Crimen –una niña y el hijo que el criminal tiene con ella- describe su necesidad de éste, de su afecto, de su atención. En ambas obras –aquella Hamelin y ésta Cruel y Tierno- el papel del estado, que es el de la gestión, con no poco de autoprotección, de las víctimas y sus verdugos, teje con hilo de marionetista los actos de unos y otros. Es un estado que crea y ampara a ambos bandos, a los que antes o después habrá de denunciar y castigar como si a una semilla se le acusara de engendrar árboles. Una cierta burguesía acomodada y el telón del acero de los tanques –los militares- son, respectivamente, las creaciones del estado que en Hamelin y en Cruel y Tierno generan actos pederastas y cuya impunidad se ve, en ambos casos, favorecida por la actitud de las víctimas para las que el afecto recibido no es sino una salida al horror respectivo de la pobreza en un caso y la destrucción a bombazos de su poblado en el otro. Las culpas, las responsabilidades, como las salvaciones, se dividen así en partes simétricas: lo que engendra los monstruos engendra también el dolor previo a ellos y la justicia encargada de corregir su mezcla de causas y efectos, como también sus víctimas necesitan por igual que se las quiera y se las defienda de ese querer. En el montaje de Cruel y Tierno que puede verse ahora la víctima es una adolescente interpretada por una joven. Puro realismo. En Hamelin no era así, y la solución hallada lo es en la dirección inicialmente opuesta a la que la verosimilitud aconsejaría: Alberto San Juan interpretaba el papel de adolescente, y uno se estremece al recordar su versión del dolor extraviado, de aquel no entender cómo el hecho de que te quieran puede ser algo tan bueno y tan malo al tiempo. Y si a uno le parece espléndida la elección de encarnar en adulto una voz más cercana a la infancia que a otra cosa es porque esa ambigüedad del juicio acerca de los afectos que nos rodean, emanen de uno o vengan del exterior, es una de criterios y extravíos adultos, una de la que uno jamás se verá libre. Como si ello –el hombre-niño San Juan- reflejara la similar cuota de incertidumbre, de desmanejo del mundo, propia de cualquiera de nuestras edades. El estado aparece con los márgenes perfectamente definidos en la obra de Crimp, pero adquiere la forma difusa, conscientemente creadora y olvidadiza, de los padres de la víctima-San Juan en Hamelin, para los que el crimen es sólo una consecuencia no grave de un beneficio mayor. Cruel es en Crimp el flautista de Hamelin, Tierno la rata, también en Hamelin.
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