26 junio 2006

Herzog, la épica y las pieles del oso

En tanto que la épica nunca ha distinguido, a la hora de producirse, si la causa que la llama es o no pueril, o cuán pudiera vivir sólo en la cabeza de un individuo, ajena al entendimiento del resto, la narración de la odisea de Fitzcarraldo y la mostrada en Grizzly man no es muy diferente. Ambos retratos –ficción el primero, documental el segundo- dirigidos por Werner Herzog con veintitrés años de diferencia, asoman el desvarío de sendos hombres tan solos, esté con ellos quien esté, revestidos de una épica que apenas comparten quienes les aman –más sospechosa, por inferida, la que muestra Grizzly man. La mirada de Herzog es más compasiva en la realidad que en la ficción, y no porque con Klaus Kinski en la piel de Fitzcarraldo, el perfil del loco sea, de por sí, más difícil de ocultar que el que asoma, transparente, en la propia voz del protagonista de Grizzly man -Timothy Treadwell. Quizá porque la locura de un papel inventado merece menos conmiseración que la que retrate una personalidad real -y fallecida en el ejercicio de su locura- Herzog es prudente, casi se diría caballeroso, en la opinión que ha de merecerle a cualquiera la peripecia de Treadwell. En la confluencia de desvalidos, de locos a causa de una razón noble pero impracticable, Treadwell y Fitzcarraldo afrontan la indiferencia hasta que la transforman en una idea más manejable, aunque para ello tengan que renunciar a ver lo que el mundo –humano o no- hace de quienes ignoran sus leyes más elementales. Y así, donde Treadwell emplea el afecto como arma –os amo –dice una y otra vez a los animales, como quien echara mano de la cartuchera-, Fitzcarraldo apunta un gramófono como un cañón con el que disparara su amor por la ópera a los jíbaros que les acechan. En ambos casos, amansar la idea de la fiera antes que la fiera en sí.
Como si ofreciera las mismas posibilidades a los dos juglares de lo insensato, en ambas obras el testimonio que indica la locura se muestra al poco de empezar: en Fitzcarraldo, Kinski trepa hasta el campanario de una iglesia para gritar que mientras no haya un teatro de ópera –hablamos de un pueblo de Perú de mediados de siglo- la iglesia permanecerá cerrada. En el caso de Treadwell, el campanario es aquí sólo su altura, representada por un piloto que, sin tapujos, declara cómo toda la epopeya, todo el dramatismo y la justicia extraviada de aquel, es sólo estupidez, falta de sesos. Es dudoso que Herzog escogiera, a partir de ese instante –como digo temprano- mostrar sólo las imágenes, filmadas por el propio Treadwell, que corroboran una y otra vez la veracidad del diagnóstico del aviador. Más creíble es pensar que el que se afirmara en público como tonto sin remedio aparente lo haría cada vez que se asomara a ese plató que se inventó en Alaska, junto a todo oso que se pusiera a tiro de su amor. Este es, simple como suena, el trasfondo de la épica según Treadwell: compartir el único sitio y los únicos seres que aceptarían su amor sin hacer preguntas ni exigir nada. En último extremo, es Grizzly man una reflexión acerca de la función del afecto, de los límites de éste como idea autosuficiente, y de las exigencias hacia uno mismo y lo que se recibe a cambio con que ha de ser esparcido. Así, cuando Treadwell dice tener problemas para relacionarse con mujeres, lo que viene a decir es que -como su discurso muestra lógico- lo que ha de tener es serios problemas para hablar con alguien de cualquier cosa. La construcción del personaje Treadwell-amigo-defensor-salvador de los osos es una que se construye sobre los escombros de la persona Treadwell. Incapaz de entender, y convivir, el pelaje real del mundo , ve en la naturaleza el refugio de toda la bondad, de todo el bien del mundo. Es su discurso, envuelto en todo el amor que se quiera, el de un enajenado que, en su rechazo del mundo de los hombres, una y otra vez refugia su aislamiento en la proclama, orgullosa en tanto que robinsoniana, de ser un estudioso de los osos, pero es sólo afecto, no hay análisis ni reflexión, únicamente amor, uno que, obvio, no cabe fuera de esa arcadia: el yo te amo, luego tú, por lógica, has de amarme. Veía en los osos gente disfrazada de oso. –dice el piloto. Quizá al habitar un mundo en el que amar juega un papel tan sujeto a prioridades más prosaicas cuando no abyectas, nos es inevitable pensar que el amor lo disculpa, lo justifica todo, y ese es el primero de los chantajes con que se observa la peripecia de Treadwell –que es, en realidad, apenas la capacidad de querer más que el uso adecuado del amor como recurso- El segundo filtro que distorsiona nuestra mirada es aquí la soledad del protagonista –no entres en cámara –dirá a una de sus acompañantes- ha de dar la impresión de que estoy solo. O ese forense místico que asoma para hurgar en autopsias metafísicas, y al que uno imagina también más solo de lo aconsejable, o quizás malacostumbrado al contacto con ideas inertes. Y finalmente tenemos acaso el más irrenunciable de los tres sobornos: la indefensión de los animales, su vulnerabilidad, que es en la postura antes mencionada de Treadwell una aún más escorada hacia la beatitud: ese “no hay odio en la naturaleza, sólo amor, o ya me habrían comido”. Hacia dentro del propio protagonista, el problema, el abismo del error, tiene un aspecto algo diferente: uno que confunde la acepción de lo justo, lo que debe ser, con lo que es capaz de entender. Siente Treadwell y eso es suficiente a sus ojos para fundar la renuncia o la incapacidad de pensar. Este es un problema extendido que en su caso, añadida la soledad y el objeto de su afecto, no le permite ver siempre claro lo que siente o piensa.
Es este velo el que la mirada de Herzog amaga revelar al final, cuando dice que él sólo ve indiferencia donde Treadwell amor, armonía y un orden mejor. Cómo al observar a un oso, a sus ojos somos una opción más a la hora de buscar comida. Y que ese sea un sentimiento igual de primordial, igual de básico que el amor con que la mirada del guerrero amable –así se nombra Treadwell- recubrió su periplo en Alaska durante trece años muestra cómo la evolución premia no las herramientas más útiles sino sólo las mejor empleadas.

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