“Muchas otras
cosas hizo Jesús, si se escribieran una por una me parece que no cabrían en el
mundo los libros que se habrían de escribir” –dice la última línea del
último de los Evangelios, el de San Juan. Aunque no el último de los libros que
forman la Biblia: sumados los Hechos de los apóstoles, las 21 epístolas y el
Apocalípsis que le siguen, sale alguno más. Datados mayoritariamente entre los
años 65 y 100 d.C., los Evangelios canónicos arduamente fueron escritos por
quienes presenciaran los hechos narrados en ellos: incluso apostando por unos apóstoles
diez años más jóvenes que Jesús de Nazaret, el menos anciano de ellos debía
tener 88 años cuando redactó sus recuerdos.
Eso explica seguramente el diferencial de
acontecimientos que va de uno a otro, como si más bien obedecieran a algo que más
se hubiese escuchado que presenciado. Eso o la senectud de los evangelistas al
tratar de recordar cosas acontecidas 65 años antes… en un tiempo en que la
longevidad raramente debía llegar a los 60. Sin salirnos de los últimos
capítulos, los que recogen en los cuatro casos la tortura y muerte de Cristo, las
diferencias entre ellos son notables.
Mateo es el primero en el orden bíblico y no el
menos original a la hora de recordar: desaparecido el cuerpo del sepulcro, tal
y como fuera anunciado, Mateo escribe que, enterados los mismos sacerdotes que
procurasen su crucifixión, “dieron una
grande cantidad de dinero a los soldados, con esta instrucción: diréis que
estando dormidos, vinieron de noche sus discípulos y le hurtaron”. Ninguno
de los relatos posteriores de los otros tres apóstoles recogen ese hecho.
Marcos tampoco es tímido a la hora de aventurar
algo que ningún otro apóstol vio: una vez delatado en el huerto de los olivos,
huidos todos sus discípulos, Marcos escribe que “cierto mancebo le iba siguiendo envuelto solamente en una sábana. Al
apresarle los soldados, salió corriendo desnudo”. Ni una pista posterior
sobre quién pudiera ser el único valiente capaz de serle fiel cuando nadie más
lo era. Ni la más mínima mención en los otros Evangelios. Marcos es también el
único de los cuatro que modifica la disposición de Simón Cireneo, el hombre que
ayuda a Cristo a cargar la cruz, en concreto dice “le alquilaron” donde los demás solo “obligaron”.
Marcos sugiere también algo que no aparece en lugar
alguno: cómo, una vez resucitado y presentado a sus discípulos una última vez, pone
en boca del Mesías cuán “en mi nombre lanzarán
los demonios, hablarán nuevas lenguas, manosearán las serpientes; y si algún
licor venenoso bebieren, no les hará daño; pondrán las manos sobre los
enfermos, y quedarán curados”.
Lucas les gana a todos: desdeña el futuro e innova
en un presente tan actual como es la ambición: en medio de la última cena,
augurado por Jesús el mundo nuevo, “suscitóse
entre sus discípulos una contienda sobre quien de ellos sería reputado el
mayor, al establecerse el reino del Mesías”. Lucas, junto a Juan, recuerda
además cómo la oreja cortada por pedro a un soldado en el huerto de los olivos
fue vuelta a poner en su sitio por Jesús. Se queda sin oreja si son Mateo y
Marcos quienes miran.
Lucas también recuerda lo que ningún otro apóstol:
cómo, una vez entregado a Pilatos, éste “le
remitió a Herodes, que en aquellos días se hallaba también en Jerusalén… y
esperaba verle hacer algún milagro”. No solo que Pilatos delegase en otro
la palangana en que se lavaría las manos: también el que el otro procurador
esperara del farsante justo la prueba de que no lo es.
Lucas también es el único en poner en boca de uno
de los ladrones crucificados junto a Jesús la devoción propia del caso –“¿Cómo, ni aun tú temes a Dios, estando
como estás en el mismo suplicio –dirá al otro ladrón, que se burla- Y nosotros a la verdad estamos en él
justamente, pues pagamos la pena merecida por nuestros delitos; pero éste
ningún mal ha hecho”. Incluso escribe dos ángeles en el sepulcro donde
Mateos y Marcos pusieran uno.
Juan es el más prolijo de los cuatro y un serio
competidor de Lucas en términos de innovación: suya es la novedad de que, presentados
a prender a Jesús en el huerto de los olivos, caigan en tierra al responder
aquel. Aquí no hay orejas cortadas o reintegradas. Cuando Pilatos pregunta al
pueblo por qué ha de condenar a Jesús, éste le responde en clave política –“si sueltas a ese, no eres amigo de César;
puesto que cualquiera que se hace rey, se declara contra César”. Más aún:
Juan no recuerda que Barrabás existiera o que hubiera ladrones crucificados a
derecha e izquierda de Jesús.
Si ninguno leyó el testimonio de los otros mientras
escribía el propio es aún más raro que pensar que sí lo hicieron, porque entonces
las diferencias serían aún más inexplicables. Quien quiera que los escribiera o
ensamblara en el orden canónico, no podía dejar de ver que ni siquiera pueden
ser leídos como una historia en evolución obvia: todo lo que Lucas añade a los
Evangelios precedentes, lo borra Juan de un plumazo. No lo matiza: lo hace
desaparecer.
A la tentación de interpretar los Evangelios como respectivos
borradores, publicados uno tras otro para dar mayor verosimilitud en tanto que
multiplicados sus testigos posibles, se suma esa rareza que no lo es: la
incongruencia preside los libros que forman el Antiguo Testamento ya desde el
Génesis, verdadero despropósito narrativo, en el que el personaje principal
cambia de opinión en cada página, más cuanto más enfáticamente viene de jurar
una cosa y la contraria.
Desmenuzados los hechos básicos que conforman la
traición y muerte de Jesús –anuncio de la traición, traición, involucración
romana sin quererlo, muerte y resurrección- las diferencias en los detalles son
tales que animan a pensar que o bien uno de los cuatro escritores no llegó a
ver nada, o no lo hizo ninguno. Que a todos acaso les fue contada la historia,
y a la imaginación de cada cual quedó hacerla más amena según la propia
inventiva.
Literariamente, el relato se sostiene como ficción
autónoma porque su trama es magnífica –ganas dan de volcarlo al estilo de un Sófocles
para advertir la grandeza de su estructura teatral- pero su redacción, al
servicio de una pedagogía, cuya torpeza curiosamente Jesús reprocha a sus discípulos
cada poco, va en contra de la naturaleza misma del drama expuesto. Su materia
es literatura y su estilo no. Solo así se podría crear un personaje como Lázaro
–el más poderoso de los Evangelios, junto al Judas fabulado por Nikos Kazantzakis- para
desaprovecharlo completamente.