Rodada el mismo año que la séptima, la octava
película de Sam Peckinpah –La huida (1972)- exponía a un atracador de bancos a
la traición permanente de cuantos le rodean –desde su mujer al hombre que logra
sacarle de la cárcel, del dueño del hotel en el que confía, a su compañero de
atraco. En la tentación de volverse peor que todos ellos, Carter McCoy/McQueen resulta
el más íntegro siendo, acaso, el que menos podría permitírselo. En la huida de
todos, unos de otros, el asesino Rudy Butler/Lettieri iba a seguir camino hasta
hallar a Quentin Tarantino.
Su sadismo, que incluye matar a sangre fría a su
compañero de atraco mientras le pide que sostenga el volante para poder extraer
la pistola, o secuestrar a un médico al que, en múltiples paradas en moteles, obliga
a contemplar cómo mantiene relaciones sexuales con su propia mujer, es, actualizado
a los estándares de la violencia explícita de nuestros días, la de cualquiera
de los protagonistas de Los odiosos ocho (2015), como éstos, con la tierra
nevada de fondo, son el formato recurrente, casi simbólico, de quienes huyen de
una película de Tarantino para reencarnarse en la siguiente.
La aportación de Peckinpah a un género al que
dedicaría la mitad de su producción consistió en llevar la época que le tocó
vivir –los setenta principalmente- a la época que el western fijó como imagen
de la colonización del oeste norteamericano. Solo que toda esa sangre, esa crueldad
que no distinguía inocentes de culpables, hizo escala en otra guerra de
conquista, ésta más cercana: cuando Grupo salvaje se estrenó en 1969, la
crítica cultural que la tildaba de reaccionaria o de corromper un género que
representaba lo mejor del cine norteamericano, acaso se imprimía en el reverso
de la página que, en esas mismas fechas, daba noticia de la masacre, con tintes
nazis, que una patrulla estadounidense perpetrara un año antes en My Lai,
Vietnam.
Quien en 1970 buscara heroísmo a la manera que John
Ford lo contara, ignoraba que la forma en que el mundo deseaba contarse a sí
mismo era ya la de Peckinpah, o con algo más de sarcasmo, la de Sergio Leone. La
épica del héroe frente al mundo, sacrificio incluido, seguía ahí. Si
súbitamente resultaba irreal, ensuciado, era porque el resto de elementos
humanos –codicia, arrogancia, crueldad, y la sangre que las mantenía unidas- se
volvieron pública, perfectamente exhibibles en los años que fueron de 1970 a
1980. El año que Peckinpah dirigió Quiero la cabeza de Alfredo García (1974)
era la de Nixon la que caía gracias al Washington Post.
El honor y el horror intercambiaban máscaras en
plena guerra de Vietnam, y el sacrificio humano halló en el western reinventado
por Peckinpah y Leone un heroísmo macilento que, como en la era de Ford, se
refugiaba en el cine de la intemperie a la que vivía en la vida real: en
Peckinpah hay siempre un momento en que uno opta por el sacrificio, aunque eso
suponga renunciar a todo por los que se ha luchado y sangrado hasta ese
momento: en Grupo salvaje es cuando Pike Bishop/ Holden entra el habitación de
al lado para lo que parece una dura recriminación de la usura de dos de sus
hombres, incapaces de pagar a una prostituta su trabajo. Las caras de los tres
son de una ferocidad que se diría que van a matarse, pero no: en realidad es la
de quienes acaban de decidir dejarse matar en el intento imposible de rescatar
a un compañero condenado. En La huida, cuando McCoy decide seguir con su mujer
pese a que ésta parece haberle traicionado primero, descuidadamente extraviado
el dinero del golpe después. Incluso en La balada de Cable Hogue (1970), acaso
la película más amable que rodara Peckinpah, el sacrificio actúa bajo la forma
de redención: perdido en el desierto, el protagonista pide a dios redimirse si
le salva y así ocurre.
Algunos de los elementos más sagrados del género
–la misión suicida, la traición, el honor personal cuando más estorba, la
diferencia entre justicia y venganza- han sido formulados por Tarantino dentro
y fuera del western: están en Malditos bastardos, en Django desencadenado, en
Los odiosos ocho. Lo que Peckinpah y Leone fueran para Ford, Howard Hawks o
Nicholas Ray, lo es Tarantino para aquellos: su actualización al mundo
presente, sadismo e impunidad incluidos. Estrenada a finales de 2015, apenas semanas
antes del inicio de las Primarias en Estados Unidos, no costaba ver en la
bajeza general de los candidatos –rubio, trump, cruz- posibles invitados de las
dos diligencias que llegan a la taberna en Los odiosos ocho. Y sí, la peripecia
del mayor Warren/Jackson también recuerda a alguien.
Tarantino no es Ford porque no tiene forma de
serlo, porque ni Ford sería hoy Ford, sino más bien el Spielberg más hondo. Cada
época permite una expresión concreta, acotada, de las mismas ideas que había
antes y habrá después. Ford pudo ser Ford porque su tiempo –es decir, el de
quienes pagaban por asistir a esas ideas- se identificaba con el modo moral en
que los buenos luchaban por no ser malos y viceversa. De la misma forma,
Tarantino es hoy lo que esa misma lucha da de sí en el catálogo posible de
quien concibe la ficción como una forma solo ligeramente alterada de la
brutalidad con que la realidad se maneja entre nosotros.
Y que también conecta con Peckinpah, Ford y Leone en
la forma en que los inocentes son masacrados sin pestañear, sin que hacerlo
interfiera en el plan de quienes luchan en uno u otro bando. La masacre que
abre Grupo salvaje –un atraco cuyo tiroteo subsiguiente acribilla civiles que
pasan por ahí- es solo más explícita que la que Ford incluyó a manos indias en
granjas llenas de mujeres y niños asesinados. Y no muy distinta de la que, en
El bueno, el feo y el malo (1966) un oficial unionista profetiza para los miles
de hombres que, cívica, ordenadamente, se lanzan cada día a una hora concreta
hacia la muerte necesaria para preservar así la vida de un puente que ambos
bandos necesitan indemne. Incluso en visiones más recientes e innovadoras del
género como Slow West (2015), de John Maclean, el que parecería segundo
personaje más inocente –un escritor- acaba traicionando al que sin duda es el
primero de esa lista. Y eso es antes de que el tercero le mate de un disparo.
Como los que recorrieran ese camino antes que él,
Tarantino conoce el cine de sus ancestros. La estrechez de la cabaña en que
transcurre Los odiosos ocho permite un concentrado dramático similar al que
Ford puso dentro de su Diligencia en 1939. Sus personajes son hijos perfectos
de aquel Rudy Butler de Peckinpah. El reproche hacia la sangre que salpica aquí
viene también de una habitación, en la que Ethan Edwards/Wayne impide entrar a
su sobrino para que no vea los cuerpos asesinados por los Comanches en
Centauros del desierto (1956). Solo que es justo Ford quien, minutos después, incluyó
una escena que Tarantino habría firmado, cuando Ethan desentierra una tumba
comanche para perforar los ojos, impidiéndole así, según sus creencias, ir a
reunirse con sus ancestros.
Salvo excepciones, en las películas de Tarantino
los héroes acaban la película de forma similar a los malos: es decir, no la
acaban. También eso habla del viaje del género hasta nuestros días, en los que
ganar o perder una lucha iguala en los gestos a quienes representan ambos
bandos: a quienes ganan, porque nunca es del todo; a quienes pierden, porque el
poder compra incluso el derecho de perder a medida, de ser derrotado en los
términos que convienen al declarado culpable.
Entre quienes no son lo que dicen ser –la mitad de
los personajes- y quienes son arduamente lo que no querrían –la otra mitad-,
Los odiosos ocho cruzan sospechas y disparos como si fueran dieciséis. También
esa –la impostura o la incomodidad- son rasgos contemporáneos. Incluso en el
combate más claramente planteado –el que libran un exoficial confederado con
uno de la Unión (que resulta ser negro)- ninguno de los dos termina de ganar o
de perder pese a la inclinación obvia de la balanza: uno porque sigue siendo
blanco, el otro porque no tiene forma de no ser negro.
Como en Ford, como en Leone, como en Peckinpah, en
Tarantino las deudas que uno tiene consigo mismo se pagan al mismo precio que
las que se tienen con los demás. Eso les une en un viaje que sale de
diligencias, cabañas, incluso del mismo formato –cine- en que contadas, y viaja
hacia atrás, hasta 1869, cuando Bret Harte escribió Los proscritos de Poker
Flat, la historia de un jugador profesional -John Oakhurst- que, atrapado junto
a otras personas en una cabaña en medio de la nieve, y sin forma de salir de
allí, escoge lo mismo que ese otro jugador –Hatfield- que Ford pusiera en su
Diligencia: sacrificarse, en vano, para que dos mujeres puedan tener una
posibilidad de sobrevivir.
El heroísmo que halla su recompensa en el intento y
no en el éxito tiene en la figura del cazarrecompensas el héroe tarantiniano
reciente: lo es el médico King Schultz/Waltz en Django desencadenado, también John
Ruth/Russell y Warren/Jackson en Los odiosos ocho. Quienes hacen las cosas por
dinero dejan de hacerlas por razones mayores. Y pierden. Siempre. El heroísmo
sobrevive mientras sus portadores mueren. Y con todo, el mayor rasgo
contemporáneo de los western de Tarantino es, como en Leone y Peckinpah la superación
del indio como enemigo: en Tarantino los colonizadores se matan entre ellos,
incluso si la razón aparente incluye el nuevo indio, el negro.
Ford contó la arrogancia como factor del declive
del espíritu colonizador, Leone subrayó la codicia como balanza que equilibra los
bandos, Peckinpah añadió la indiferencia hacia quién cae en el trayecto de la
bala. Teatral, provocador, astutamente camuflado el bien en el mal, y al revés,
el sadismo de Tarantino se afila en esos mojones, es tanto su destilado moral como
su antídoto formal.