14 octubre 2015

Spasski y Hutch


No hay piezas sueltas en el tablero, en cualquier tablero. Las primeras páginas del programa anual del Teatro de la Cruz Roja, en Lyon, se abren con una glosa del papel de las bibliotecas públicas en la formación cultural del ciudadano, y la obra que este año abre temporada en el CDN, tratando del ajedrez, trata en realidad del teatro, de los libros que lees, de quienes te leen mientras te escribes. También trata de la pieza que eres en realidad mientras crees ser otra.
Sostenido por dos hombres que se encuentran en un parque para recrear la peripecia que enfrentó a Bobby Fisher y Boris Spasski en 1972, acaba siendo la jugada menos previsible del programa: si es difícil sustraerse a la calidad de alfil enloquecido que Mayorga deposita en Fisher, es el rasgo de marioneta forzada de Spasski el que acaba contando de una partida de ajedrez lo que el teatro permite decir de cuantos juegos jugamos en la vida a diario: que mientras uno hace sus movimientos, otros esperan los opuestos, necesitan los opuestos. Y a veces con la misma autoridad férrea con que, en la obra, Spasski es sometido a cuanto escrutinio aberrantemente dictatorial viene del país que le necesita para ganar una partida que ha empezado a jugarse en serio tres años antes, con la llegada de la primera expedición –norteamericana- a la luna.
Si Spasski tiene dudas sobre qué pieza es en el tablero geopolítico, a medida que empieza a perder partidas, su cuerpo –aquí el corpachón de Daniel Albaladejo- parecería tener que caber en el de un peón. La gloria del texto de Mayorga es que, incluso en tan obvia situación, Fisher juega a un juego distinto solo en apariencia: alterado, neurótico, su cabeza hecha un sonajero, también él juega a no entender que es un actor, y estos tienen un papel y un público que vino a verlo.
Encarnado en César Sarachu, Fisher enloquece de nervios obligado a jugar en Reikiavik, que es decir, Marte. Además de exigir 136 condiciones al comité organizador, ve un complot por doquier, fantasmas que le acosan. Cuando reniega de las cámaras de televisión y exige jugar en el sótano del complejo, a solas, ya es un actor fallido: ni sabe a qué obra vino a participar, ni qué personaje le corresponde ser. Es un gesto de generosidad de Mayorga el que quien mejor debiera entender el extravío –Spasski- no advierta que al juego que les toca representar ni les importa sus nombres o lo que digan al ganar mientras lo digan en el idioma que les patrocina.
Lo que el desvarío de Fisher dice del país que le envía es en Spasski la derrota de quien sabe que juega dos partidas simultaneas cada vez que se sienta a la mesa. Incapaces de sobrevivir al simbolismo que encierra, en tiempos de estalinismo sin Stalin y a punto de recibir a Nixon, dos hombres moviendo fichas en un tablero, a expensas siempre de los movimientos del oponente, una partida de ajedrez –máxima competición fría en medio de una guerra fría- entre un ruso y un americano podría, dada la personalidad alterada de uno y la sometida del otro, ser en realidad la de dos extraterrestres averiguando qué le ocurre al mundo cada vez que uno mueve una pieza.

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