No
hay piezas sueltas en el tablero, en cualquier tablero. Las primeras páginas
del programa anual del Teatro de la Cruz Roja, en Lyon, se abren con una glosa
del papel de las bibliotecas públicas en la formación cultural del ciudadano, y
la obra que este año abre temporada en el CDN, tratando del ajedrez, trata en
realidad del teatro, de los libros que lees, de quienes te leen mientras te
escribes. También trata de la pieza que eres en realidad mientras crees ser
otra.
Sostenido
por dos hombres que se encuentran en un parque para recrear la peripecia que
enfrentó a Bobby Fisher y Boris Spasski en 1972, acaba siendo la jugada menos
previsible del programa: si es difícil sustraerse a la calidad de alfil
enloquecido que Mayorga deposita en Fisher, es el rasgo de marioneta forzada de
Spasski el que acaba contando de una partida de ajedrez lo que el teatro
permite decir de cuantos juegos jugamos en la vida a diario: que mientras uno
hace sus movimientos, otros esperan los opuestos, necesitan los opuestos. Y a
veces con la misma autoridad férrea con que, en la obra, Spasski es sometido a
cuanto escrutinio aberrantemente dictatorial viene del país que le necesita
para ganar una partida que ha empezado a jugarse en serio tres años antes, con
la llegada de la primera expedición –norteamericana- a la luna.
Si
Spasski tiene dudas sobre qué pieza es en el tablero geopolítico, a medida que
empieza a perder partidas, su cuerpo –aquí el corpachón de Daniel Albaladejo- parecería
tener que caber en el de un peón. La gloria del texto de Mayorga es que,
incluso en tan obvia situación, Fisher juega a un juego distinto solo en
apariencia: alterado, neurótico, su cabeza hecha un sonajero, también él juega
a no entender que es un actor, y estos tienen un papel y un público que vino a
verlo.
Encarnado
en César Sarachu, Fisher enloquece de nervios obligado a jugar en Reikiavik,
que es decir, Marte. Además de exigir 136 condiciones al comité organizador, ve
un complot por doquier, fantasmas que le acosan. Cuando reniega de las cámaras
de televisión y exige jugar en el sótano del complejo, a solas, ya es un actor
fallido: ni sabe a qué obra vino a participar, ni qué personaje le corresponde
ser. Es un gesto de generosidad de Mayorga el que quien mejor debiera entender
el extravío –Spasski- no advierta que al juego que les toca representar ni les
importa sus nombres o lo que digan al ganar mientras lo digan en el idioma que
les patrocina.
Lo que el desvarío de Fisher dice del país que le envía es en Spasski la derrota de quien sabe que juega dos partidas simultaneas cada vez que se sienta a la mesa. Incapaces de sobrevivir al simbolismo que encierra, en tiempos de estalinismo sin Stalin y a punto de recibir a Nixon, dos hombres moviendo fichas en un tablero, a expensas siempre de los movimientos del oponente, una partida de ajedrez –máxima competición fría en medio de una guerra fría- entre un ruso y un americano podría, dada la personalidad alterada de uno y la sometida del otro, ser en realidad la de dos extraterrestres averiguando qué le ocurre al mundo cada vez que uno mueve una pieza.
Lo que el desvarío de Fisher dice del país que le envía es en Spasski la derrota de quien sabe que juega dos partidas simultaneas cada vez que se sienta a la mesa. Incapaces de sobrevivir al simbolismo que encierra, en tiempos de estalinismo sin Stalin y a punto de recibir a Nixon, dos hombres moviendo fichas en un tablero, a expensas siempre de los movimientos del oponente, una partida de ajedrez –máxima competición fría en medio de una guerra fría- entre un ruso y un americano podría, dada la personalidad alterada de uno y la sometida del otro, ser en realidad la de dos extraterrestres averiguando qué le ocurre al mundo cada vez que uno mueve una pieza.
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