26 octubre 2015

Ley 1522


Hay dos películas en El nuevo nuevo testamento, de Jaco Van Dormael: una, la que abarca la primera media hora, es suya. Y bien negra. La otra es, ya hasta el final, de Jean Pierre Jeunet. Si incluso ésta última no es del todo suya es porque tampoco Delicatessen y Amelié parecen venir del todo del mismo nombre. Todo lo cual sirve para ilustrar lo apropiado de que una película sobre la cualidad ambigua de un creador venga de al menos tres a la hora de dirigirla.
Incluso alguien tan poco sutil como Kevin Smith camufló su nivel de abrasión habitual cuando eligió a dios de protagonista de Dogma (1999), cargando el vitriolo sobre dos de sus arcángeles. No es precisamente cobarde ubicar al Creador en los rasgos de Alanis Morissette. Y si Van Dormael llegó a verla previa a su formidable sátira se quedó con el rasgo más interesante de la película de Smith: el del genocida Bartebly –y qué maldad vería Smith en el personaje de Melville- y su odio absoluto hacia la especie humana.
Antes de que el tono más amable de Jeunet se haga cargo de la redención del producto final, Van Dormael pone a dios a ser lo que tan obviamente podría deducirse de él a la luz del comportamiento de su más afinada creación. Cruel, egoísta, mezquino, maltratador, asesino, el menos indisimulado de sus gags es dibujar a un dios hecho a imagen y semejanza del hombre. Tan humano que reconocerá que se detesta.
Y cuyas leyes, contadas por Van Dormael como una broma tras otra, para no hacer demasiada sangre, reúnen en la número 1522 –si te enamoras, será siempre de aquel con quien no puedes estar- el condensado de la propia existencia familiar de un dios: dado que no ama a nadie, la relación con sus hijos es la de un nazi con los judíos recién llegados. Si sus hijos le redimen (metafóricamente), su mujer es una simple incapaz de entender un garbanzo. Incluso cuando ésta accede al poder –la computadora de aquel- es solo para esparcir su dudoso gusto en la decoración.
Un dios expulsado del paraíso es un gag estupendo amén de una declaración de intenciones que apuesta por ese clásico darwiniano: cómo toda estirpe mejora con el tiempo. Y más heterodoxamente, cómo el lazo de un hijo con su padre debería estar sujeto a revisión. Antes de que Jeunet gane del todo, Van Dormael permite la escena más poderosa de todas: a dios torturando por mero sadismo la memoria doliente de un sacerdote que viene de salvarle y acogerle. Y a continuación, cómo éste salta encima de él para pegarle una paliza.
La película, la de uno y la del otro, habla del poder de redención del amor, de cómo solo amar puede salvar las vidas entregadas a hábitos peores. Por eso, a medida que el amor conquista el pecho de quien viviera sin él, más empeora el devenir del dios bajado a tierra para llevar de vuelta a su hija. Como si las instrucciones, la necesidad del miedo general que confiesa necesitar para ser obedecido, fueran, como en Frankenstein, solo las de la búsqueda de quien te hizo esto. Para hacérselo pagar.

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