En Taxi Teherán, de Jafar Panahi, milagrosamente en
cines estos días, uno de los inquilinos del taxi resulta ser un vendedor de
copias pirata de películas antiguas y nuevas, incluso de algunas aún no
estrenadas. Entre el surrealismo religioso de algunas secuencias –las señoras
que se creen vivas en función de la salud de los peces que portan- y la precariedad
en función del género que subyace en otras –la mujer que pide tener el video en
que su marido aparentemente agonizante, pero ya a salvo, le cede su piso, por
si algún día pudiera ser útil- la que más directamente atañe a Panahi –la impunidad
con la que su obra es distribuida de forma ilegal- resulta, extrañamente, una
que el propio Panahi utiliza para ubicarse en terreno de nadie: en mitad del reproche
discreto al vendedor pirata, éste dice haber llevado películas al propio
cineasta, también a su hijo. Si es raro es porque la defensa de la relatividad
moral que supone aceptar el mal –la copia ilegal- en función del bien –no hay
otra forma de ver películas de Woody Allen en Irán- suena fuera de lugar en un
régimen como el iraní, que camufla la represión más clásica bajo la máscara de
la defensa de la identidad nacional, sea religiosa o democrática. Si pagas,
vale –qué gran eslogan no empleado en el cartel.
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