De los dos géneros que hicieron la fortuna del cine
norteamericano –musical y western- antes de que la fortuna creara sus propios
géneros, el primero subsiste como atracción teatral turística en las grandes
avenidas de muchas capitales, y el segundo como plataforma de prestigio para
los osados que se aventuran en un género, cuyo ocaso se produjo en paralelo al
de un mundo que apreciaba lo bastante el honor como para dedicarle un género
cinematográfico. Vuelto hoy un rudimento dentro de otro, las películas que
narran la conquista del Oeste norteamericano sufren en todo el mundo el destino
del teatro clásico en nuestro país: su valor reside en mirarlo como una antigüedad,
más apreciada cuanto menos esfuerzo hace por ocultar su edad real. Y sin
embargo cada año llegan a los cines dos o tres intentos, no por recuperar el
género, sino por hallar en él algo que ubicado en otro entorno sería irreal. Dirigida
por John MacLean, Slow West honra a sus precedentes en el uso de unos tiempos
que ni son los de hace dos siglos ni los actuales (tentación hecha a medida
para Tarantino), y que recuerdan a la mirada que los Coen volcaran en su
magistral versión de Valor de ley hace pocos años. La música que Cartel Burwell
compusiera en ésta para reemplazar el tono épico que Elmer Bernstein dejara en
la primera parece marcar las andanzas de quienes atraviesan este Slow West a la
velocidad simultánea de la esperanza y el desastre. Décadas después de que John
Wayne cabalgara hacia el crepúsculo del género bajo las notas de Bernstein, lo
que decayera por envejecimiento de lo que contaba renace hoy como umbral en el
que poner a salvo cosas que salvar del envejecimiento del mundo actual.
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