Lo publican David Barstow y Suhasini Raj en The New
York Times 15.10 –en Bisada, India, 1000 hombres se presentaron en casa de uno
de los escasos musulmanes de la zona, sospechoso de haber sacrificado una vaca,
pese a que no había indicios de que el animal hubiera muerto de muerte no
natural. Asesinaron al hombre y casi a su hijo. “Estamos más apegados a la vaca que a nuestros hijos” –se cita a uno
de ellos . “Si la administración velara
por las vacas, estos hombres no se habrían visto obligados a tomarse la ley por
su mano” –dice un político local.
Sin lujos de la mitología más aberrante como sea
pasar hambre pero adorar vacas, la Yugoeslavia que vio una guerra civil en la
década de los noventa pasa por la película de Fernando León -Un día perfecto-
encarnada en un hombre arrojado a un pozo del que la población prefiere no
sacarle, como si pasar sed fuera mejor que poner a régimen temporal la
ideología. Y donde las vacas resultan tanto la amenaza obvia –interrumpiendo el
camino su cadáver, obligan a rodearlas y así activar las minas situadas a los
lados- como, en su olfato cuando vivas, la única guía fiable para sortear el
terreno minado.
La guerra de los cuadrúpedos contra los bípedos
sería su huida si les dejaran. Como no pueden se convierten en nuestro
escaparate: cuando la huida de unos desdichados –quizá bosnios- es abortada por
un comando –quizá serbios- que ignora que la guerra ha acabado, entonces estos
últimos son la vaca en medio del camino: seguramente exploten tanto si intentas
pasarles por encima como si tratas de sortear su voluntad.
Las posibilidades del instinto, la necesidad de
confiarse a él a falta de algo mejor, permea Un día perfecto con la violencia
con la que lo voluntario –un grupo de cooperantes tratando de extraer el
cadáver del pozo antes de que sea tarde- se inserta en lo obligado –la suma de
mezquindades, odios y crímenes que forman una guerra civil. Su mayor logro
podría ser las posibilidades de ese arma –el humor- cuando todo el mundo tiene
otras más mortales que las tuyas.
La mirada sobre el conflicto que desdeña o
directamente impide tu ayuda es valiosa porque acaba hablando de cómo los bandos
insisten en matarse porque si el pozo de la concordia es poco profundo, el de
la gravedad ofendida es insondable. Y pocas cosas se le dan mejor al hombre
históricamente que preferir ser animal a cualquier estadio más elevado. Que en
la India se manifieste, como queda contado, en admiración por la vaca y no por
el chacal es extraño.
En manos de animales que no disimulan sus rasgos
–tanto lo son los de quienes se niegan a vender la cuerda que podría sacar el
cuerpo del pozo, como los de quienes se escudan en moldes jurídicos para volver
a echar el cadáver al pozo- el guión brillante de León atinadamente halla en la
figura de un perro violento la imagen en la que anclarse del todo: cuando el
niño lleva a los cooperantes a su pueblo destruido a por una cuerda que podría
servirles, ésta resulta ser la que ata a un perro e impide que les ataque. Conseguir
la cuerda es imposible sin ser atacados. La solución no contiene menos poder
simbólico: la cuerda finalmente obtenida resulta la de la horca de la que
cuelgan los padres del niño, que éste cree a salvo en otra zona del país.
Contada, como en las mil y una noches, tal si una fábula del horror a merced del no dormir, del no creerse la noche del todo, la noción del sacrificio se reencarna, literalmente, en la del pastor. Y esa parte del cuento, que recuerda la que Robert Redford volcara en su Milagro beanfield war, acaba siendo la de la vida sencilla que resuelve lo que la complejidad del mundo es incapaz. Cuando la mujer que acarrea sus vacas por toda la película llega al pozo en medio del diluvio y de la solución al problema del cadáver, revela esa parte de nuestro fracaso: cuán ni siquiera comportarnos como animales demuestra que sirvamos tampoco para eso.
Contada, como en las mil y una noches, tal si una fábula del horror a merced del no dormir, del no creerse la noche del todo, la noción del sacrificio se reencarna, literalmente, en la del pastor. Y esa parte del cuento, que recuerda la que Robert Redford volcara en su Milagro beanfield war, acaba siendo la de la vida sencilla que resuelve lo que la complejidad del mundo es incapaz. Cuando la mujer que acarrea sus vacas por toda la película llega al pozo en medio del diluvio y de la solución al problema del cadáver, revela esa parte de nuestro fracaso: cuán ni siquiera comportarnos como animales demuestra que sirvamos tampoco para eso.
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