Como un reverso inquietante, la libertad en que se
afana la historia de los Estados Unidos es también la de decidir creer en lo
que no existe, pero conforma un enemigo útil. En literatura esa historia se ha
contado varias veces, y la más famosa podría ser Las brujas de Salem, escrita
por Arthur Miller en 1952. Pero Salem tenía por entonces una historia mejor y
era de Nathaniel Hawthorne, quien en 1835 había escrito el relato El joven
Goodman Brown, la historia de un hombre que vive en Salem entre quienes cree
ciudadanos modelo. Una noche en la que ha de salir de viaje se aventura en un
bosque y en él ve pasar seres embozados y criaturas extrañas. Al seguirlas llega
a un claro en el que tiene lugar un aquelarre demoníaco en cuyo centro se halla
su esposa. La ceremonia sucede impulsada por el alcalde, el juez, el jefe de
policía, el farmacéutico, el cartero… todos aquellos “honestos, buenos cristianos” a quienes se cruza cada día. Y de los
que escucha cómo cometieron los peores crímenes. En el momento en que el diablo
se dispone a bautizar en el mal a sus nuevos adeptos, Brown grita y en el acto
se despierta en medio del bosque, sin saber si todo lo soñó. En adelante, quien
fuera un hombre alegre y animoso se convierte en “severo, triste, presa de oscuras reflexiones, desconfiado, si no
desesperado”.
Regresión, de Amenábar, se abre y cierra refiriendo
la historia a una serie de eventos reales sucedidos en Estados Unidos en la
década de los ochenta del pasado siglo que Miller y Hawthorne habrían
reconocido sin problemas: el relato de una mezquindad individual, de alcance
estrictamente local, disfrazada, emboscada en una causa mayor y tan oscurantista
–sectas satánicas- con el poder de prolongar su sombra sobre la razón más
entrenada, en este caso la de un detective. Como una segunda parte, más
discreta, de Ágora, su anterior película, Regresión se guarda mucho de mostrar
la ignorancia que, al albur de ideas religiosas, ampara cuando no exalta la
brutalidad y el crimen nacidos del miedo, y sus hijos naturales, el interés y la
ambición.
Las vías por las que una mentira tan obvia crece
hasta colonizar la atención pública y encarcelar a inocentes, tiene aquí una
raíz más elegante, más sofisticada, como corresponde a los tiempos de internet:
la ignorancia del XIX es en el guión de Amenábar manipulación inducida por la
psicología clínica y esa forma de engaño tan frecuente, arraigada en la
vulnerabilidad o la atracción física. Pero el relato es aún el de Goodman Brown,
que es decir el de una población que podría no ser lo que parece, o peor aún,
lo que debería ser –ese policía que acepta que sus armas no sirven frente al
demonio.
El sensacionalismo adora lo religioso porque es el parapeto definitivo, con su aura de pureza y formas sagradas, venidas de otro mundo para gobernar éste, o al menos para juzgarlo sin necesidad de pruebas. Y la farsa que hace doscientos o sesenta años solo necesitaba del temor ignorante adecuadamente solicitado, hoy podría hallar fácilmente en las encíclicas papales –en todas menos en la del papa actual- la más ambigua explicación de un mundo que tanto podría albergar el demonio como la segunda venida del Egipto que esclavizó la voluntad del pueblo elegido en tiempos de Moisés. A ese faraón le bastaría legislar a favor del aborto o del matrimonio homosexual para merecer el exorcismo que la iglesia católica desea para el mundo desde que existe. Y solo una confesión desde dentro tendría posibilidades de iluminar parte del camino. La tiene la historia que cuenta Regresión, y también la impotencia o la desgana con la que el mundo asiste a esos actos cuando se producen –véase el papa actual. El mal acepta su papel en la broma pero eso no cambia nada. Parte de la tristeza infinita del joven Brown debía ser solo eso: imposibilidad de saber, de estar seguro, de entender entre quienes vive. Que es decir que tras cada hecho innombrable hay solo un acto humano, y viceversa.
El sensacionalismo adora lo religioso porque es el parapeto definitivo, con su aura de pureza y formas sagradas, venidas de otro mundo para gobernar éste, o al menos para juzgarlo sin necesidad de pruebas. Y la farsa que hace doscientos o sesenta años solo necesitaba del temor ignorante adecuadamente solicitado, hoy podría hallar fácilmente en las encíclicas papales –en todas menos en la del papa actual- la más ambigua explicación de un mundo que tanto podría albergar el demonio como la segunda venida del Egipto que esclavizó la voluntad del pueblo elegido en tiempos de Moisés. A ese faraón le bastaría legislar a favor del aborto o del matrimonio homosexual para merecer el exorcismo que la iglesia católica desea para el mundo desde que existe. Y solo una confesión desde dentro tendría posibilidades de iluminar parte del camino. La tiene la historia que cuenta Regresión, y también la impotencia o la desgana con la que el mundo asiste a esos actos cuando se producen –véase el papa actual. El mal acepta su papel en la broma pero eso no cambia nada. Parte de la tristeza infinita del joven Brown debía ser solo eso: imposibilidad de saber, de estar seguro, de entender entre quienes vive. Que es decir que tras cada hecho innombrable hay solo un acto humano, y viceversa.