Parte
no escasa del alivio que aporta ir al psicólogo tiene que ver seguramente con el
hecho de que el interés de alguien por escuchar contar tu vida no incluye,
desde el lado del oyente, la devolución constante de una opinión personal
basada en lo que se comparte y lo que no. Y de alguna forma eso permite un
relato autónomo, con más tiempo y espacio para buscar una coherencia que acaso
sí posee y no vemos porque la vida sucede simultánea y contradictoriamente, y
no menos en el pasado que en el futuro. Las notas que nota el oyente tienen
algo de crítica literaria.
Incluso
si en los primeros momentos, sobre todo si uno no ha estado antes en el psicólogo,
acaso son dos lectores los que hay en la habitación: uno leyéndose a sí mismo,
el otro, invitado a la lectura. El interés del éste es, esos primeros días,
absoluto y al tiempo minucioso. No solo busca escuchar los hechos, sino lo que
opinas de ellos, cómo te sientes respecto a ellos, un logro que llega es
sentirse preguntado por lo qué harías si no fueras tú.
La
idea de que no hay mejor novela que una vida adecuadamente explicada tiene, en
la vida real, el inconveniente de darse en forma de relatos breves, entrecortados
para dar voz a otras voces. Lo que aspira a una forma novelada clásica, que
incluye la omnisciencia, se expresa en nuestro contacto diario como teatro,
donde la acción, y el control de la misma, está siempre en manos de varios autores.
La
narración de una vida no excluye esas voces, pero, al ordenarlas, les da un sentido
más concreto, hace confluir los múltiples senderos en uno más ancho, en el que los
acontecimientos simulan un orden, una jerarquía. Solo que eso, incluso lógica,
es una ficción en sí misma, y crea otra ficción al construirse para un
desconocido: la de que estructurar las razones más profundas de lo que haces, o
no haces, basta para seguir haciéndolas o no, para sentirse justificado.
Si
eso se parece a protegerse es porque el surtido de anhelos que nos conforma
nunca se gestiona mejor que observado como una línea de actos consecutivos, en
el que dar un paso hacia delante impide ver el que dejas detrás, o
retrocederlo. Y eso es lo menos literario que hay. Asi que lo que ha de suceder
es que uno va al psicólogo a tratar de ser un personaje, con deberes medidos, fijados por alguien que, incluso teniendo nuestros rasgos, es un autor
al que pedir responsabilidades sin llegar a compartirlas del todo. Y uno, quizá
como cualquiera, prefiere la vida del personaje. Porque es la única que puedo
permitirme no entender mientras la vivo como si me la impusieran. Hamlet acaso
solo experimenta paz cuando puede echarle la culpa al espectro que le dice qué
hacer y a quién.