La ancha sombra que avanza tras las manifestaciones en
Alemania estos días contra los musulmanes, y el resto del año amparadas por
partidos representados en parlamentos de varios países, da para albergar dos
ideas complementarias: una, cómo la paja invisible en el ojo ajeno –cuán los
derechos de un inmigrante no pueden igualar los de un nativo- se vuelve viga al
poder esconder mejor esa forma de racismo en el inmigrante que busca trabajo
con una religión distinta en el bolsillo. Otra, si cabe más compleja de
abordar, cómo una religión que, a estas alturas de la historia humana, arraiga
de tal forma y margen de maniobra en sociedades modernas está condenada a
causar problemas antes o después por la misma razón que la primera idea
descrita: por esa facilidad, que es el don primero de las religiones paleolíticas,
para distinguir a las personas según el dios en que militan, que es decir en
las normas que éste permite a sus fieles.
Es por eso que un europeo vaga o nulamente creyente, no
tiene hoy día mayor inconveniente en ser amparado bajo la categoría “catolicismo”
o “protestantismo”, pero ve con ojos sospechosos a quien, además de declararse
musulmán, se pliega con vehemencia o docilidad –que es decir, como si realmente
se creyera todo eso del dios- a lo que a cualquier occidental de menos de 50
años con cierta educación no puede sino parecerle un atavío ingobernable, y de
paso, un riesgo para una convivencia basada en principios civiles reglados y no
en creencias. Es también por eso que a la turba habitual de descerebrados de extrema
derecha se le suma, en países poco sospechosos de falta de modernidad, como
Francia o Holanda, cantidades ingentes de clase media a quien viene muy bien
ver en una razón –la necesidad de limitar el alcance social de una religión
tomada por algo más que un automatismo social, como ya es en Europa, la cara de
otra menos confesable –la necesidad de preservar los empleos para los nacidos
en cada país.
Fuera de Europa suceden dos espejos pulidos, ganados a
pulso: uno, el que algo casi idéntico ocurre en tiempo real en Israel, donde la
campaña de anexión de territorios es, fundamentalmente, una anexión de religión,
en la que dogmas igual de vivos que los musulmanes arrinconan sin complejos de
visibilidad a quienes además de pisar la tierra que su dios les prometiera, lo
hacen con un rasgo cuya peligrosidad Israel ha de conocer mejor que nadie, dada
su perseverancia en aplicarla. Dos, cuán la religión musulmana apenas tiene penetración,
siquiera muestra pública dotada de mínimo fervor, en Estados Unidos o America
latina porque, a diferencia de Europa, ambos continentes rezuman aún una religión
viva, capaz no solo de ocupar fervorosamente cualquier rincón libre sino, de
ser necesario –véase el libro de salmos en que consiste la lógica política del
tea party- de combatir enérgicamente la avanzadilla musulmana, de llegar. A
salvo en Europa, cada minuto que pasa, de devolver al catolicismo o el protestantismo
la energía viva que tuvieran, la mayor de las ventajas –arrinconar a la religión
a un altar íntimo y callado, que convierte cualquier dogma antiguo en el más civilizado
acto de ser afectuoso o compasivo con el prójimo- está obligada a experimentar
lo mismo que las sociedades norteamericanas, latinas o israelí, aunque sea por
la razón contraria: ver en lo musulmán algo que no se vería si se nombrase simplemente
lo jordano, lo egipcio, lo afgano: algo que no quieres cerca de tu libertad
plena, ardua, gozosamente ganada.
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