03 enero 2015

la tentación primera



De cuantas tentaciones sugiere leer el Nuevo testamento, fabular los años que omite es una de las más inmediatas. No extrañamente, cuando Nikos Kazantzakis imaginó esos años en su novela de 1953 La última tentación de Cristo, ninguna de las voces que se levantaron ofendidas parecía haber leído adecuadamente, no ya la obra de Kazantzakis, sino tampoco la que el Antiguo Testamento atribuye a la mano de Moisés: el propio libro del Éxodo. Pues el personaje que el griego fabulara humano, empecinadamente resistente a la voluntad divina que se le impone, es el mismo que Moisés representa en el segundo de los libros del Pentateuco: un hombre que no entiende que se le haya elegido, que reprocha a dios su puntería a la hora de elegir profeta, puesta sobre un tartamudo.
José Saramago y Norman Mailer fabularían en las décadas siguientes evangelios según Jesucristo. Como en éstos, El evangelio de María, escrito por Colm Tóibín en 2012, anexa a ese testigo la distancia respecto al milagro que hay en Moisés y en Jesús. Solo que a diferencia de aquellas, ésta no inventa nada: su memoria es la de los hechos narrados por los apóstoles, en líneas generales su dolor interpreta, no fabula. Es la historia de un testigo vigilado por dos de los que fueran partidarios de su hijo, que escriben su historia. Y en cuya memoria asoma el testigo sobre el que más turbación añadiera Kazantzakis: el Lázaro que, siendo, no testigo, sino prueba, ha de ser asesinado para borrar huellas. La biblia es muda al respecto, y lo que Tóibín sugiere –una vida larga, si bien en una bruma de silencio, como si no lograra ver este mundo tras haber pisado el otro, da un paso, que no es solo literario, dentro del testimonio al que más valor da la tradición católica: el regresar de la muerte para nacer a una nueva vida. Dos hombres mueren en la Biblia y luego resucitan. Tóibín honra el sueño de uno y el delirio de otro.  

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