De cuantas tentaciones sugiere leer el Nuevo testamento, fabular
los años que omite es una de las más inmediatas. No extrañamente, cuando Nikos Kazantzakis
imaginó esos años en su novela de 1953 La última tentación de Cristo, ninguna
de las voces que se levantaron ofendidas parecía haber leído adecuadamente, no
ya la obra de Kazantzakis, sino tampoco la que el Antiguo Testamento atribuye a
la mano de Moisés: el propio libro del Éxodo. Pues el personaje que el griego
fabulara humano, empecinadamente resistente a la voluntad divina que se le
impone, es el mismo que Moisés representa en el segundo de los libros del
Pentateuco: un hombre que no entiende que se le haya elegido, que reprocha a
dios su puntería a la hora de elegir profeta, puesta sobre un tartamudo.
José Saramago y Norman Mailer fabularían en las décadas
siguientes evangelios según Jesucristo. Como en éstos, El evangelio de María,
escrito por Colm Tóibín en 2012, anexa a ese testigo la distancia respecto al
milagro que hay en Moisés y en Jesús. Solo que a diferencia de aquellas, ésta
no inventa nada: su memoria es la de los hechos narrados por los apóstoles, en
líneas generales su dolor interpreta, no fabula. Es la historia de un testigo
vigilado por dos de los que fueran partidarios de su hijo, que escriben su
historia. Y en cuya memoria asoma el testigo sobre el que más turbación añadiera
Kazantzakis: el Lázaro que, siendo, no testigo, sino prueba, ha de ser
asesinado para borrar huellas. La biblia es muda al respecto, y lo que Tóibín
sugiere –una vida larga, si bien en una bruma de silencio, como si no lograra
ver este mundo tras haber pisado el otro, da un paso, que no es solo literario,
dentro del testimonio al que más valor da la tradición católica: el regresar de
la muerte para nacer a una nueva vida. Dos hombres mueren en la Biblia y luego resucitan.
Tóibín honra el sueño de uno y el delirio de otro.
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