30 noviembre 2014

el zoo danés



Una de las ironías a posteriori acerca de la escasa huella que dejó Shakespeare fuera de sus obras, y que alimenta las dudas sobre la autoría de las mismas, es cuán en cine, más raramente en teatro, no es infrecuente escuchar cómo se le da ese nombre en tono burlón a quien presume, o de quien se conocen vagamente, inclinaciones literarias. Tennessee Williams se sumó a la lista muy pronto en su carrera, pero lo hizo con una inusual cualidad doble: primero, y más obvio, al hacer del Tom de El zoo de cristal (1944) un infeliz al que otro infeliz, Jim, llama burlonamente Shakespeare. Segundo, y más sutil, en la forma en que, como hiciera el propio dramaturgo isabelino, Tom es en el texto de Williams al mismo tiempo el “autor” de la obra que va a narrar, como uno de los personajes que intervienen en ella. Dudosamente Williams pensó en ello, ocupado como estaba en volcarse a sí mismo en Tom, a su madre en la madre de éste, a su hermana en la propia, a su padre en el mismo que los abandonara a todos. De cuantos reyes puso Shakespeare a recibir la visita de fantasmas, es un príncipe –así era conocido Williams en sus años dorados- el que más recuerda a él. Utilizado para añorar a su padre, maltolerar a su madre e intentar, sin lograrlo, cuidar a la mujer que ama, quien enloquece hasta ver un zoo de cristal o de hierba similar al que dedicara su vida la hermana de Tom, Hamlet muere pidiendo el mismo silencio que querría aquel. De haber dotado Williams a Tom de un solo amigo, incluso Rosencratz y Guildestern tendrían su hueco en el zoo de los parecidos. 

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