28 noviembre 2014

entre la calma y la magia


Al final de La calma mágica, hasta hace unos días en el Valle Inclán, Alfredo Sanzol imagina una conversación entre el protagonista, un hombre desorientado en busca de paz, y su padre, muerto hace tiempo. Contada su desesperación en el trayecto que media entre un par de anécdotas que ocurren vía teléfono móvil, entra finalmente una llamada y es él, su padre. Lo que Sanzol escribe entonces es algo que sucede también entre las dos palabras principales del título: la calma con que la voz de su padre le dice lo más vago que un muerto podría decirle a un vivo es esa pura magia de lo que en esta vida imaginamos de aquella otra: que persevere, que para estar bien hay que tratar de hacer lo que uno cree que debe hacer, que no esté nervioso. Hasta la estatua del comendador es más explícita en el par de frases que Zorrilla puso a su disposición. Y sin embargo la conversación es una epifanía de la escritura de Sanzol, un poco a la manera de Millás, siempre con un pie en la normalidad y otro en el asombro, que en este caso pasa por asumir que incluso viniendo de la muerte para hacer una única llamada –el padre dice que no habrá otra- quien habla desde ella pudiera no saber mucho más de lo que sabemos en vida, que lo que un padre pudiera hacer por un hijo está en los mismos consejos vagos que se le da a un adolescente o un hombre al nacer su tercer hijo. Y que, con suerte, lo que sabemos de la muerte –añoranza incluida- no es mucho más que lo que desde ella se sabe de nosotros. Como escritura confesa sobre el consuelo y la impotencia de perder para siempre a alguien, uno no imagina mejor descubrimiento. 

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