Escuchar voces en tu cabeza, o en una cabeza que es
idéntica a la tuya, está en el núcleo mismo de la magnífica epopeya
introspectiva que viene creando Spike Jonze, al principio vía Charlie Kaufman y
ya solo, desde su debut en 1999. Literalmente en Cómo ser John Malkovich, desdoblado
en un hermano gemelo en El ladrón de orquídeas (2002), encarnada tu voz en la
de aquello que llevas dentro en Donde habitan los monstruos (2009), Her (2013) pudiera
ser el corazón de todas ellas y al mismo tiempo, la que mejor y más emotivamente
cuenta ese problema de depender de voces que vienen de dentro: cómo el hueco
que su desaparición deja no puede ser llenado desde fuera.
Interactuar con las invenciones de tu mente no está lejos
de la versión digital de la amistad que las redes sociales han implantado y
ese, aunque no el más hondo, es uno de los senderos que recorre Her: la
conversión de la amistad y el amor vía intermediario virtual, en la amistad y
el amor mismos. Si el sexo virtual que Theodore Twombly/ Phoenix mantiene con el sistema operativo se convierte
en real cuando éste es incapaz de tenerlo con un espécimen tan atractivo y
tangible como Olivia Wilde, la plenitud que Twombly experimenta al sentirse
comprendido, alentado y amado incondicionalmente es solo una posibilidad irreal
si se considera que una inteligencia artificial no es capaz de tal cosa.
Por eso
Her es, en su metáfora de la soledad y el consuelo modernos, una que viaja en
dos sentidos, a cual más magnífico: el que va del amor y la necesidad absoluta
que Twombly desarrolla hacia un programa informático, y, más pura,
metafísicamente inimaginable, el que éste puede experimentar hacia algo tan
alejado de la omnisciencia y la perfección como sea un ser humano. El logro
magnífico de Jonze está en que la historia de amor llevada hasta su
imposibilidad no sucede, como cabría esperar, porque uno esté hecho de
circuitos y otro de carne y hueso, sino porque, de los dos, quien acaba
alcanzando el amor más profundo e incontrolable es el que menos esperarías que
lo haga.
La imposibilidad emocional que devasta a Twombly en el intento de entender porqué quien
dice vivir para él es capaz de amar, simultáneamente, a 640 personas más es,
acaso, la explicación menos dañina del fenómeno asombroso que sucede al otro
lado del auricular que le une a la voz artificial: cómo amar a tantos seres
humanos a la vez podría ser el placebo temporal que una inteligencia superior
emplea para aprender a amar mientras llega el día –y llegará- de buscar un
amante a la altura.
El
derecho de la soledad humana a hallar su salvación donde se pueda supera la incredulidad
primero, y el pudor social después, y eso, que podría tomar forma de sátira cruel
sobre nuestra dependencia de wassup, es una más compasiva verdad: que basta la generalización
de un hábito, patético o noble, para validar la pulsión menos confesable. Que
aquello que necesitamos para tapar un agujero podría ser la voz, escrita o
hablada, que viene del agujero mismo.
Si el
propio trabajo de Twombly –escribir cartas de amor, aflicción, compasión o empatía
en cualquiera de sus formas para gente que no sabe o quiere hacerlo- no le libra
de distinguir el riesgo que entraña depender de algo que es solo un eficaz
sistema de sustitución de la realidad es porque a ésta no le importa depender
de eso, sino no tener de quién depender. Si nadie como uno mismo para entenderte,
un sistema informático es una digna segunda mejor opción. De hecho, ni siquiera
necesitas el amor de por medio para apreciar el espejismo: la otra relación de
dependencia obvia que muestra Her –la de Amy/Adams- es mostrada como una de
mera amistad, por más intensa, permanente e imprescindible que resulte la voz
artificial que susurra desde el auricular.
En el libreto del montaje estrenado en Nueva York en 2012
de esa otra historia de una voz que imposiblemente debiera estar escuchando tu
cabeza que es la epopeya del vagabundo Porgy por merecer el amor de Bess en la
ópera homónima de los Gershwin, Richard Pacheco escribe que “lo que realmente conmueve a Bess del bruto
Crown es lo mucho que la necesita, cómo la soledad de éste no es un ápice menor
que la del bondadoso Porgy. Sin ella, ambos están perdidos. ¿Qué mujer podría
resistir eso?”.
Que la película de Jonze sea Her y no She habla de esa
propiedad del amor que más intensamente se experimenta cuanto más tuyo sientes
algo. Y por eso la decepción, la única decepción del personaje interpretado por
Phoenix, no tiene que ver con la ausencia de cuerpo de aquella de la que está
enamorado, sino con que lo que tiene sea, de pronto, de muchos más. Cuando su
sistema operativo se confiesa enamorada de centenares de hombres y mujeres, lo
que se pregunta no es cómo algo privado de cuerpo puede lograr eso, sino porqué
él mismo no es capaz de bastar a la mujer que ama.
Por eso, también, la voz no puede venir de unos altavoces
sino de un auricular sin cables –que no venga de fuera, sino de dentro- que
hacen que Phoenix y Adams parezcan estar hablando siempre consigo mismo, como
algunos de quienes viven solos demasiado tiempo. Alguien que te ama tanto, que
te conoce, comprende, perdona y alienta tanto que es casi tú. Cómo no amar a
alguien que, incluso en la voz de Scarlett Johansson, mirada en el espejo se te
parece tanto.