28 diciembre 2006

de los inocentes

Aún en el supuesto optimista de sobrevivir a las jorobas falsas que el marketing hace pasar por la aguja menos predispuesta, todavía ha de afrontar uno el proceloso mar de ritos que conmemoran a dioses caminando entre nosotros si se pretende que la navidad cristiana no se quede en un asombro de bombillas. Y aún habría que sortear la sospecha sobre su verosimilitud que encierra su convivencia a sangre y fuego, como si nada, con el resto de religiones varias, que se reparten el paraíso desde hace siglos como una timba de aduaneros. Desde este lado –cristianismo vertido en sus símbolos habituales- la celebración admite, amén del nacimiento del mesías, el más sobrecogedor episodio de la matanza de los inocentes, que para más inri ha devenido en fiesta pueril de la chanza y el bromazo esperable. Con ello se desaprovecha –cree uno- el mayor de los capitales con que una idea pueda tratar de ganarse a los demás: no la de un dios que envía a un hijo para que pasee por aquí 33 años y luego desaparezca para los restos, sino la más humana, por indeciblemente cruel, de vengar en los más inocentes de los seres –recién nacidos- la culpa que pueda verterse sobre uno sólo. En esa idea cabría fundar una religión que no oliese, como todas, a mitología y estatuas del oro necesario en otra parte, sino una asentada en el humanísimo dolor del otro, en la comprensión del sufrimiento ajeno, de cómo tantas veces pagan justos por pecadores. Como se ve los argumentos de fondo no son muy distintos comparados con los del cristianismo, pero aquí no hacen falta dioses opinables, sólo lo que hay siempre: hombres. Dispuestos a la ira, al hacer pagar a los demás la propia impotencia, a abusar del poder que les toca en un sorteo, a albergar lo peor, pero también la capacidad de perdonar, de almacenar dentro de uno el duelo ajeno. Y esto es lo mejor: un verdadero dios preferiría esta opción: el que uno mirase con amor al prójimo no por temor a una vida posterior con jueces más puntuales, sino porque el dolor de uno es, por injusto, por innecesario, uno que atañe a todos. Escribe Timothy Garton Ash en El País 23.12 sumarse al historiador suizo Jacob Burckhardt cuando afirma que “cristo como dios no me dice nada, pero como ser humano, Jesucristo es una fuente de inspiración constante y maravillosa, acaso la más maravillosa de la historia del mundo”. Esta podría ser una versión más probable del cristianismo refundado, una en la que cristo no fuese hijo de dios alguno, y en la que sus logros, su mensaje, fuese obra y posibilidad viva salida de un cuerpo y una mente mortales, falibles, tentables, imitables. Salida de un hombre y al alcance de hombres. Del mismo artículo: “existe un respeto que nace del comportamiento de los creyentes, independientemente de la credibilidad científica de su fe original. Lo ideal es que una sociedad multicultural sea una competencia amistosa y abierta entre cristianos, sijs, musulmanes, ateos por ver quién nos impresiona más con su carácter y sus buenas obras”. Es decir, confesiones religiosas hechas de actos humanos, no de ventriloquia divina. Amén de que en buena medida dios carece de oídos en este mundo –y sus voceros de jueces- dado que ni aquel habla ni éstos se validan en sí mismos sino como traductores de letras que no están a la vista. No ha de ser sencillo superar acaso la idea más espléndida jamás sacada de una mente humana –inventar un dios- pero esa es una condenada al fracaso, pues hacerla depender de un demiurgo que es explicado como una omnipresencia que susurra sus anatemas a unos pocos y al instante se encierra en la habitación de legislar, como si cada vez que un iluminado se dice a sí mismo mayordomo, su señor no pudiera ser consultado por el resto, es una idea digna de su reverso –la no menos espléndida idea de inventar un ángel caído. Es claro que una idea de trascendencia que suprimiera lo supraterrenal acabaría por producir, o atenerse, a leyes propuestas, aprobadas y regidas en un parlamento, no en un libro sagrado –cualquiera- que bien debiera ubicarse en la sección de poesía y no en la de pretensiones de gobernación. Pero entonces, qué de tanto augur y su lugar en la historia y las pinacotecas. La religión, esa broma, en la que lo que no son héroes son herodes.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

El concepto de humanidad no puede considerarse exento de sentido religioso. Si aplicamos una revisión a lo más característico de lo humano, sin quedarnos con aquello que son doctrinas y principios, lo que nos resulta, lo propio de lo humano, es para echar a correr... Ese propósito almibarado de buscar el bien común no lo practica ni DIOS... con perdón.

uliseos dijo...

Parte no escasa del problema radica, creo, en que la religión como instrumento es uno que deja progresivamente de ser necesario a medida que las sociedades avanzan en la definición de sí mismas, de la relación de las libertades y las servidumbres de uno en relación con las del grupo, y si lo religioso no termina de extinguirse es porque esa conquista de la prosperidad en unas zonas va paralela al deterioro de todas sus posibilidades en otras. O a qué, sino, que el extremismo religioso alimente más fácilmente sus bocas de pobreza, ignorancia, hambre. No es de buscar el bien común que hablo, sino de obligarlo a través de leyes que sustituyan a las que emanan de libros y lectores sagrados. Y considerarlo más útil no quiere decir, por supuesto, que uno lo crea posible. Sólo más rentable que pasarse la vida, y probablemente la muerte, en una sala de espera. A no ser, naturalmente, que todo vaya bien. Que esto sea ir bien. Menos almíbar, en cualquier caso, y más mermelada.