04 marzo 2006
perder sin que comience
Quizá en la interpretación plausible de que, de la misma forma que adquirir una entrada para un partido de fútbol da derecho a poner a bajar de un burro a quien salga a jugar con una camiseta distinta a la que uno favorece, esa misma entrada bien debería, pues, permitir a quien la compra poner a bajar de un árbol a los mismos malhechores, hace unos días muchos de los espectadores asistentes a un partido decidieron imitar el sonido y los gestos de un mono para mostrar a un futbolista camerunés el derecho que asiste a quien paga por ser entretenido de decidir, en cualquier momento, si el burro es un lugar adecuado para despeñarte desde lo alto de sus crines o si es necesario un árbol, juzgada la distancia al suelo insuficiente. Racismo –se invoca. Y al hacerlo se purga la palabra, no sus actos, que lo son en idéntico o peor grado de desprecio e insulto en cada partido, haya camerunenses o no, al que permiten entrar a demasiados burros por el mero hecho de que pagan su entrada. Fuera el gesto de ofensa uno distinto –pongamos la imitación del avestruz a expensas de un infeliz dotado de un cuello especialmente largo- y, proscrito el neón del racismo, nadie movería una ceja al advertir que al fútbol demasiadas veces se asiste para ganar o para insultar. Como ocurre con el sacrosanto derecho de quien fuma a que los demás compartan su hediondez, la impunidad en la frecuencia, en la normalización del desprecio, es tal en la idiotez que un comunicado de la federación de peñas del zaragoza –fortín de los ventrílocuos que ocultan al mono pero lo hablan- reprueba los incidentes pero también critica la actitud del jugador, que ha propuesto el cierre del estadio por un año y el incremento de la multa impuesta al club. El agraviado –han de pensar- juzga los hechos como si éstos fueran o blancos o negros. Y aunque así fuera –que la mayoría de los espectadores al partido no refleje la higiene mental de la población en esa zona- el ofendido sólo estaría exigiendo castigo para quienes asisten al estadio para dividir y juzgar entre lo que es blanco y lo que es mono. Se alienta la interpretación de un mero deporte como una demostración de ideología –qué si no es la estupidez enconada entre equipos, que abarca décadas y llena cientos de miles de horas de televisión pueril y prensa boba- y algo más se avanzaría si, desdeñada, por imposible, la superación del espejismo anterior se advirtiera el fondo real de lo que se ve como pasión instintiva, casi preternatural, en la defensa de unos colores y el odio a otros: ambos –los propios, los ajenos- lo son pagados, cada hebra de ese color lo es porque a quien la viste se le paga por hacerlo. Anima uno el hecho de que se paga a un jugador de la misma forma que desprecia a quienes otros pagan por lo mismo, por vestir una camiseta que sería la que vistiera el jugador al que se idolatra si sólo aquellos resolvieran pagarle más dinero. ¿Dónde el instinto en todo esto? ¿dónde la pertenencia a un espíritu, a una fe? ¿dónde la religión que es sólo contrato? Entiende uno, por nacido de la ignorancia, el fanatismo por dioses – que hasta la invención de las bulas papales uno suponía indemnes a la cotización bursátil, al precio- pero esto, esta estupidez, esta ceguera que sólo genera un ápice de alerta vestida con piel de desdén racial. Son burros a primera vista, pero si uno se acerca lo suficiente, lo ve formado por millones de hormigas, trabajando, excavando, socavando lo mismo.
1 comentario:
Hace tiempo que vengo pensando que el hecho de pagar convierte al que desenbolsa en una especie de omnipotente. Hay gente que paga hamburguesas a 2 euros y reclama que la carne no es de primera calidad, hay algunos que devuelven lo comprado porque (una vez puesto y lucido) no termina de convencerle la caida en los hombros, y hay otros que van al fútbol y, como han pagado, pues pueden insultar a quien les parezca. Es donde vivimos, ya lo demostró la publicidad en un anuncio de teléfonica, en el que un hijo se quitaba al "plomo" de su padre de encima pagándole el coste de la llamada en un gesto miserable... Si se hace con un padre no se va a hacer con un desconocido...
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