14 noviembre 2015

que le corten la memoria


Escrito por Eugene Ionesco en 1962, el futuro rey de España habría podido leer El rey se muere días antes o después de casarse ese mismo año. Si lo hizo durante su reinado es difícil de saber, ni por él mismo. Entre otras cosas porque su regencia abarca 39 años. “¿Te aburre? ¡Hay seres a quienes no se comprende!” –escribió Ionesco- “También es hermoso aburrirse. Aburrirse y enojarse, y no enojarse. Y estar descontento y estar contento. Y resignarse y protestar. Se agita uno y hablas, y te hablan. ¡Una fiesta continua!”
Escrito, dirigido y cointerpretado por Alberto San Juan, El rey contiene un poco de todo eso: por un lado, enojo, descontento, protesta, agitación. Por otro, Luis Bermejo. Suya es la hermosura, el estar contento, la agitación, la fiesta continua. Puesto al servicio de lo anterior, el resultado son dos funciones simultáneas: el teatro político escrito por San Juan, y el absurdo existencial de Ionesco como sombra obediente y desobediente.
¿O era al revés? El texto de San Juan, compuesto por líneas pronunciadas fuera de los teatros por el monarca y sus socios de transición y engorde institucional es, en manos de Bermejo, una sátira feroz que tanto podría estar declamando partes del Minuto del payaso que viene de ser en el Español. Las formas preconstitucionales, con un franco atildado y cruel, y un Juan de Borbón embebido de rasgos medievales, son un foco contra el que se recorta la figura del rey como alguien que, sin saber si hacer lo debido o lo forzado, coge algo de ambos mientras afronta una transición de bidé donde la lejía se usa para emborrachar. 
Planteada como un viaje hacia atrás en el tiempo, en el que espectros de toda índole –Suarez, Puig Antich, armada, tejero, Chicho Sánchez Ferlosio o González- cogen al anciano y le vuelven niño, o viceversa, incluso eso acaba honrando el rey de Ionesco, que, al serle anunciada su muerte, se niega a revisar su vida, a aceptar que ha de terminar. 
La doblez permea la función: el discurso que abre la función –el del Felipe VI en el momento de aceptar la corona mientras honra a su padre como gestor de un pasado glorioso- enseguida cobra una nueva vida al escucharse el que pronunciara su padre, el rey cesante, en 1975 al honrar la figura del rey recién muerto al que él sucediera. Juro que hay un momento en la obra en que hace parecer legítimo a franco.
Si el niño a merced de matones se parece mucho, unas secuencias más allá, a una democracia a merced de matones parecidos, y los méritos del país son confrontados por San Juan a la rentabilidad obtenida por el rey como comisionista mayor del reino, la escena que lo cuenta es, el día que asisto a la función, quizá la mejor en tanto que mal ejecutada: al sentarse Bermejo/de Borbón en el trono para hablar con golpistas literales o empresariales –no recuerdo-, se remueve en el asiento como si algo estuviese allí por error. Lo saca de debajo, lo pone sobre la mesa, junto al Whisky. Es una pistola.
El reparto de papeles en una transición como la nuestra parece, finalmente, calcada del texto de Ionesco: en ella el médico es también verdugo y astrólogo. Entreverado de reyes sin nombre que se turnan el interregno, el texto de San Juan reparte bien el papel de verdugo y el de astrólogo. Y lo que uno esperaría de franco (de verdugo a astrólogo) lo encarna el padre del rey (de astrólogo a ansiado verdugo), Juan de Borbón. Su ira y su afán de poder, tan los de aquel rey de Ionesco que, al sentirse morir, finalmente pide matar a las dos arañas que hay en su dormitorio, no querer que le sobrevivan. O mejor no, que no las maten. ¡Puede que tengan algo de él!
Repasadas en tono documentalmente abrasivo las virtudes mil veces leídas acerca del papel del ex rey en los últimos cuarenta años, acaso hubiera conformado una más sutil lista la que, en Ionesco, enarbola el alabardero al glosar la gloria del rey, responsable de “robar el fuego a los dioses, inventar la fabricación del acero, construir el aeroplano, la torre Eiffel, los arados, las cosechadoras, el primer tanque de guerra, apagó los volcanes e hizo surgir otros, construyó Roma, Nueva York, Moscú, hizo las revoluciones, las contrarevoluciones, la religión, la Reforma, la Contrarreforma, escribió La Illiada y La Odisea, inventó el teléfono, logró la fisión del átomo”.
Hace catorce años en un montaje de El rey se muere, en La Abadía, Francesc Orella se moría, no sentado en su trono como escribió Ionesco, sino bajo él. Es el mismo sillón que preside la escenografía para este Rey en el Teatro del Barrio. Quizá para ilustrar que un trono está hoy para no ser ocupado. O si se tiene la escasa vergüenza de hacerlo, para esconderse bajo él en cuanto alguien sugiere la verdad. “Su majestad está oficialmente ciego” –claman en Ionesco- “mirará hacia dentro. Verá mejor”.

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