26 noviembre 2015

ese apellido, el sótano


No porque escaseen los ejemplos, incluso en tiempos recientes, desde el Congo a los Balcanes, nada peor que la historia más terrorífica de un país vista como un asunto hereditario. Articulada en buena parte en torno al chantaje y la seducción alternas que nutren una familia, El clan, dirigida por Pablo Trapero, explota en todas direcciones al contar la historia del crimen como una empresa familiar enraizada en otra, la dictadura que desangró Argentina de 1976 a 1983. La forma en que se engranan y alimentan en la sombra de la transición que siguió al final de la dictadura reproduce hechos reales y los ubica en el presente más actualizado: elegido presidente de Argentina hace apenas 48 horas, Mauricio Macri pasó doce días secuestrado por una banda de policías. Y esto ocurrió ocho años después de lo que cuenta la película.
Contado el país a través de la familia, el relato de los secuestros y asesinatos posteriores perpetrados, amparados, cosechados entre las mismas paredes que ven pasar adolescentes a quienes el asesino ayuda en los deberes se nutre de otros símbolos: el del héroe local, jugador en el equipo de rugby de los Pumas, cómplice de los crímenes paternos, a quien, ni una vez demostrada su culpabilidad, dejan de apoyar y considerar inocente sus compañeros de equipo.
Con los engranajes de las pistolas se hacen barandillas para las calles en tiempos de paz, pero eso no significa que quienes usaron las primeras pasen a sustentarse en las segundas: el patriarca es un exmilitar, fácilmente extorturador, que antes de acabar, ante su incredulidad, en la cárcel, la visita voluntariamente para hablar con uno de sus antiguos compañeros de armas, como él, devenido en plácido secuestrador de paisano. Mínimamente preocupados uno y otro, el preso le dice confiar en que el gobierno de Alfonsín durará a lo sumo unos meses, un año. Cómo la inmunidad de que gozan ambos, incluso entre rejas, seguirá ahí cuando todo haya pasado.
El protagonista hace algo más que creerlo: se enroca en sus privilegios incluso una vez detenido y hallada la última de sus víctimas en el zulo familiar. Lo que en él es solo costumbre y jerarquía no perdida del todo es en su mujer e hijas una confianza ciega en que eso no puede estar pasándoles. Que no hubieran llegado hasta donde lo hicieron si todo el engranaje político no estuviera detrás, protegiendo su derecho al crimen oculto como hasta hace nada al visible. Cuando el alto cargo de interior que ampara sus crímenes avisa al asesino de que su blindaje decae, éste ni pestañea. Lo que le dicen a punto de perder no es el derecho a matar sino el país que él conoce.
Hecha la película de rostros impasibles, inmunes a todo pudor o sentido de culpa, es el de la mujer liberada por la policía el que mejor está a punto de resumir el país que era Argentina dentro de los ojos de los asesinos que lo gobernaron hasta bien entrada la democracia: al escuchar por primera vez gritos que no son los suyos, y que vienen del salón familiar que no puede ver, el estupor agotado no puede ser sustituido por lo que hubiera sido más revelador: la conciencia de haber estado a merced de una familia como otras, como la suya, en una casa como la de millones de argentinos en ese tiempo. Cómo la monstruosidad se esconde, cotidiana, integrada, en la casa de al lado, y quienes lo saben callan. O traman para que la normalidad democrática y el derecho restablecido vuelvan a su lugar natural, el secuestro de ambas, para hacer de lo militar el salvador de la patria, que como sabe cualquiera en el país vasco, en Colombia o México, es eso que uno se lleva a casa tras trabajar, y allí la termina de construir y salvaguardar.

No hay comentarios: