22 noviembre 2015

el arca de Natasha


Chéjov, que escribió Las tres hermanas en 1901, tres años antes de morir, dejó en el personaje de Vershinin a quien pudiera avizorar el futuro que aquel ya no vería. Y éste, Vershinin, hizo lo mismo que habría hecho Chéjov de vivir el siglo XX que se perdió casi por completo: proyectar un mundo mejor más allá de todo rasgo actual reconocible. Aunque su edad varía según el montaje, Vershinin, teniente coronel, comandante de una batería, casado y con dos hijos pequeños, podría tener treinta, treinta y cinco años. Habría tenido unos cuarenta y cuatro cuando la Primera Guerra Mundial estalló. Unos cincuenta cuando la Revolución rusa tuvo lugar.
Defensor de los derechos civiles y morales de una población que se debatía entre la mezquindad antigua, feudal y zarista, y la miseria nueva que traería la ruina de un modelo reemplazado por uno peor, Chéjov, aunque solo vivió en él cuatro años, era un hombre del siglo XX hasta que el siglo XX demostró ser indigno de Chéjov. Éste no podía saberlo, pero dejó a Vershinin a cargo del miedo a ambos: al siglo que acababa y al que vendría.
Cuando las tres hermanas –puro siglo XIX sin arreglo posible- se declaran desperdiciadas, anacrónicamente más avanzadas que el ambiente rural en que viven en una pequeña población de provincias, Vershinin, que ama a una de las hermanas desde la desdicha de esa otra forma de futuro imposible que es un matrimonio desdichado, dice que “supongamos que entre los cien mil habitantes de esta ciudad, atrasada y tosca desde luego, hay solamente tres personas como ustedes. Huelga decir que no podrán vencer a la masa amorfa que las rodea. Poco a poco a lo largo de toda su existencia habrán de ceder y diluirse en esa masa: la vida apagará sus voces y ustedes habrán dejado su huella. Después, quizá surjan seis personas semejantes a ustedes, luego doce, y así sucesivamente, hasta que las personas como ustedes lleguen a ser mayoría.”
El gulag sustituyó la mayoría que soñara Vershinin por una de ciudadanos asustados, que hubieran querido llevar la vida de las tres hermanas: aislada, callada, a salvo. Y si Chéjov quiso equilibrar el optimismo relativo de su representante futuro con el del mesianismo equivocado, fue sutil al hacerlo: la profecía de Vershinin, el arca de la vida futura -“dentro de doscientos años la vida sobre la tierra será inefablemente bella y prodigiosa”- fue proyectado sobre la descendencia de las tres hermanas, no solo las tres mujeres tan obviamente condenadas a no tener hijos, también las espectadores sufrientes de la descendencia de la cuarta mujer que atraviesa la obra –la cruel, despiadada, egoísta Natasha.
La vida que Vershinin augurara –“si ahora no existe, el hombre debe presentirla, esperarla, soñar con ella y prepararse para ella”- era la de los hijos de Natasha, los que, como en la obra, iban a expulsar de sus casas, años después, a quienes las ocuparan para enviarles al desahucio o la muerte. El destino soñado por las tres hermanas –Moscú- sería, años más tarde, el de un régimen asesino, símbolo del horror y la tiranía, que habría fusilado a Vershinin nada más leer sus opiniones.
“Me parece que lo que esencial, lo que vale auténticamente, sí lo sé, y lo sé a fondo. Quisiera persuadirles de que la felicidad no existe, de que no debe existir ni existirá para nosotros.” –dirá Chéjov desde dentro de Vershinin.

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