Chéjov, que escribió Las tres hermanas en 1901, tres
años antes de morir, dejó en el personaje de Vershinin a quien pudiera avizorar
el futuro que aquel ya no vería. Y éste, Vershinin, hizo lo mismo que habría
hecho Chéjov de vivir el siglo XX que se perdió casi por completo: proyectar un
mundo mejor más allá de todo rasgo actual reconocible. Aunque su edad varía
según el montaje, Vershinin, teniente coronel, comandante de una batería, casado
y con dos hijos pequeños, podría tener treinta, treinta y cinco años. Habría
tenido unos cuarenta y cuatro cuando la Primera Guerra Mundial estalló. Unos
cincuenta cuando la Revolución rusa tuvo lugar.
Defensor de los derechos civiles y morales de una
población que se debatía entre la mezquindad antigua, feudal y zarista, y la
miseria nueva que traería la ruina de un modelo reemplazado por uno peor, Chéjov,
aunque solo vivió en él cuatro años, era un hombre del siglo XX hasta que el
siglo XX demostró ser indigno de Chéjov. Éste no podía saberlo, pero dejó a
Vershinin a cargo del miedo a ambos: al siglo que acababa y al que vendría.
Cuando las tres hermanas –puro siglo XIX sin arreglo
posible- se declaran desperdiciadas, anacrónicamente más avanzadas que el
ambiente rural en que viven en una pequeña población de provincias, Vershinin,
que ama a una de las hermanas desde la desdicha de esa otra forma de futuro imposible
que es un matrimonio desdichado, dice que “supongamos
que entre los cien mil habitantes de esta ciudad, atrasada y tosca desde luego,
hay solamente tres personas como ustedes. Huelga decir que no podrán vencer a
la masa amorfa que las rodea. Poco a poco a lo largo de toda su existencia
habrán de ceder y diluirse en esa masa: la vida apagará sus voces y ustedes
habrán dejado su huella. Después, quizá surjan seis personas semejantes a
ustedes, luego doce, y así sucesivamente, hasta que las personas como ustedes
lleguen a ser mayoría.”
El gulag sustituyó la mayoría que soñara Vershinin
por una de ciudadanos asustados, que hubieran querido llevar la vida de las
tres hermanas: aislada, callada, a salvo. Y si Chéjov quiso equilibrar el
optimismo relativo de su representante futuro con el del mesianismo equivocado,
fue sutil al hacerlo: la profecía de Vershinin, el arca de la vida futura -“dentro de doscientos años la vida sobre la
tierra será inefablemente bella y prodigiosa”- fue proyectado sobre la
descendencia de las tres hermanas, no solo las tres mujeres tan obviamente condenadas
a no tener hijos, también las espectadores sufrientes de la descendencia de la
cuarta mujer que atraviesa la obra –la cruel, despiadada, egoísta Natasha.
La vida que Vershinin augurara –“si ahora no existe, el hombre debe
presentirla, esperarla, soñar con ella y prepararse para ella”- era la de
los hijos de Natasha, los que, como en la obra, iban a expulsar de sus casas,
años después, a quienes las ocuparan para enviarles al desahucio o la muerte. El
destino soñado por las tres hermanas –Moscú- sería, años más tarde, el de un
régimen asesino, símbolo del horror y la tiranía, que habría fusilado a Vershinin
nada más leer sus opiniones.
“Me parece que lo que esencial, lo que vale auténticamente, sí lo sé, y lo sé a fondo. Quisiera persuadirles de que la felicidad no existe, de que no debe existir ni existirá para nosotros.” –dirá Chéjov desde dentro de Vershinin.
“Me parece que lo que esencial, lo que vale auténticamente, sí lo sé, y lo sé a fondo. Quisiera persuadirles de que la felicidad no existe, de que no debe existir ni existirá para nosotros.” –dirá Chéjov desde dentro de Vershinin.
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