13 noviembre 2015

la función por deshacer


Si el amor es un río de lava desatada, el fin de ese volcán, el fin del amor, podría ser el vertido de lava ascendiendo hacia la boca de la que saliera. La clausura del amor, escrita por Pascal Rambert en 2011, consiste en dos ríos subiendo hacia esa boca por un lado concreto, perfectamente acotado, de la montaña. El resultado es tanto el duro ascenso del vomito hacia el lugar del que brotara, como la extrañeza del resto de trozos de paisaje súbitamente al margen.
Traída en noviembre de 2015 por Israel Elejalde y Bárbara Lennie, y construido a su paso por el Festival de Otoño de Madrid como dos monólogos de una hora de duración respectiva separados por una canción infantil interpretada por un coro de niños salido a escena como si fuera la belleza perdida, es el retrato del aislamiento propio a costa del aislamiento ajeno, la voz a costa del silencio del otro.
Versando sobre el fin del amor uno –él- y sobre su agónica pervivencia incluso en la clausura –el de ella-, es sobre todo un diálogo diferido, en el que el verborreico vómito inicial –él- es respondido, más bien comentado, por el de ella una hora después. Si es justo el de ella el que se abre paso a cuchilladas en el pecho de quien asiste a la función es porque el que contesta tiene más ira que duelo, y sobre todo, más calidad de discurso sobre la fatiga de los materiales que de confesión insoportable al material con el que uno ha estado casado años.
Extraña, escrito por Rambert, que el suyo sea el lado más retórico, uno que más aleja el amor a base de nombrarlo de forma alambicada que por la temperatura de esa lava, que solo lo parece realmente cuando es su oponente la que, al rebatirlo, lo encarna por fin en un dolor creíble. Incluso en manos de un intérprete excepcional como Elejalde, el lenguaje de Rambert agota más que conmueve.
Extraña también que sea él quien solo mencione el escenario y el público como una hipótesis al servicio de una intimidad que en ningún momento asoma en su exposición. Y que sea ella quien se declare actriz, quien les ubique en escena, quien más explícitamente explore el segundo volcán que sobrevuela la función: los personajes se llaman por su nombre real: Israel llama Bárbara a la mujer a la que está dejando. Bárbara llama Isra al hombre al que odia perder de tanto que le ama. No es un secreto que ambos son pareja en la vida real. Asi que la tensión viaja desde el texto hacia lugares más inquietantes.
El mecanismo con el que el discurso de ambos vuelve una y otra vez al terreno de la ficción es una frase repetida varias veces, como un mac guffin con el poder de sonar necesariamente falso o una salida de incendios en medio del fuego sospechosamente parecido al real. “Esto no ha hecho más que empezar” –repiten ambos como quien se encomienda a una línea que solo puede ser escrita para ser dicha en un escenario y sonar falsa.
Si en él el narcisismo del discurso propio se impone al discurso sobre el narcisismo ajeno, en ella el reproche, que es devolución inicial de lo escuchado, en seguida se vuelca como autopsia en vivo. Y no necesariamente para matar algo sino quizá para revivirlo. “La vida es redimible” –dirá- “el perdón está por todas partes”. Si él vino para hablar de la extinción del amor, ella lamenta lo que él no tendrá ya, lo que pierde al perderla. Ella habla de cosas vivas, de una clausura injusta, errada.
Algo cuenta el que, imaginada al revés –primero ella, después él- la obra no existiría. Y algo mejor, más sutilmente atada al respeto por lo que el texto busca, que al salir a saludar tras lo que uno imagina catártico, ambos no se besen o abracen. Que siendo nítidamente Bárbara e Isra, sean final, explícitamente, los personajes de Rambert. Quizá honrando también eso que ocurre al mismo tiempo en la sala de al lado de los Teatros del Canal: una versión de Escenas de la vida conyugal, de Bergman.

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