Si el amor es un río de lava desatada, el fin de ese volcán, el fin del amor, podría ser el vertido de lava ascendiendo hacia la boca de la que saliera. La clausura del amor, escrita por Pascal Rambert en 2011, consiste en dos ríos subiendo hacia esa boca por un lado concreto, perfectamente acotado, de la montaña. El resultado es tanto el duro ascenso del vomito hacia el lugar del que brotara, como la extrañeza del resto de trozos de paisaje súbitamente al margen.
Traída en noviembre de 2015 por Israel Elejalde y
Bárbara Lennie, y construido a su paso por el Festival de Otoño de Madrid como
dos monólogos de una hora de duración respectiva separados por una canción
infantil interpretada por un coro de niños salido a escena como si fuera la
belleza perdida, es el retrato del aislamiento propio a costa del aislamiento
ajeno, la voz a costa del silencio del otro.
Versando sobre el fin del amor uno –él- y sobre su
agónica pervivencia incluso en la clausura –el de ella-, es sobre todo un diálogo
diferido, en el que el verborreico vómito inicial –él- es respondido, más bien
comentado, por el de ella una hora después. Si es justo el de ella el que se
abre paso a cuchilladas en el pecho de quien asiste a la función es porque el
que contesta tiene más ira que duelo, y sobre todo, más calidad de discurso
sobre la fatiga de los materiales que de confesión insoportable al material con
el que uno ha estado casado años.
Extraña, escrito por Rambert, que el suyo sea el
lado más retórico, uno que más aleja el amor a base de nombrarlo de forma
alambicada que por la temperatura de esa lava, que solo lo parece realmente
cuando es su oponente la que, al rebatirlo, lo encarna por fin en un dolor
creíble. Incluso en manos de un intérprete excepcional como Elejalde, el
lenguaje de Rambert agota más que conmueve.
Extraña también que sea él quien solo mencione el
escenario y el público como una hipótesis al servicio de una intimidad que en
ningún momento asoma en su exposición. Y que sea ella quien se declare actriz,
quien les ubique en escena, quien más explícitamente explore el segundo volcán que
sobrevuela la función: los personajes se llaman por su nombre real: Israel
llama Bárbara a la mujer a la que está dejando. Bárbara llama Isra al hombre al
que odia perder de tanto que le ama. No es un secreto que ambos son pareja en
la vida real. Asi que la tensión viaja desde el texto hacia lugares más
inquietantes.
El mecanismo con el que el discurso de ambos
vuelve una y otra vez al terreno de la ficción es una frase repetida varias
veces, como un mac guffin con el poder de sonar necesariamente falso o una
salida de incendios en medio del fuego sospechosamente parecido al real. “Esto no ha hecho más que empezar” –repiten
ambos como quien se encomienda a una línea que solo puede ser escrita para ser
dicha en un escenario y sonar falsa.
Si en él el narcisismo del discurso propio se
impone al discurso sobre el narcisismo ajeno, en ella el reproche, que es
devolución inicial de lo escuchado, en seguida se vuelca como autopsia en vivo.
Y no necesariamente para matar algo sino quizá para revivirlo. “La vida es redimible” –dirá- “el perdón está por todas partes”. Si él
vino para hablar de la extinción del amor, ella lamenta lo que él no tendrá ya,
lo que pierde al perderla. Ella habla de cosas vivas, de una clausura injusta,
errada.
Algo cuenta el que, imaginada al revés –primero
ella, después él- la obra no existiría. Y algo mejor, más sutilmente atada al respeto
por lo que el texto busca, que al salir a saludar tras lo que uno imagina catártico,
ambos no se besen o abracen. Que siendo nítidamente Bárbara e Isra, sean final,
explícitamente, los personajes de Rambert. Quizá honrando también eso que
ocurre al mismo tiempo en la sala de al lado de los Teatros del Canal: una
versión de Escenas de la vida conyugal, de Bergman.
No hay comentarios:
Publicar un comentario