“Hay salas de cine liberales y librepensadoras, de grandes pasillos, grandes salidas y letrinas aún más grandes. Algunas con tanta porcelana que basta el eco para hacerlo temblar a uno. Después están los cines parsimoniosos, tipo ratonera, con pasillos que quitan el aliento, asientos que aprietan las rodillas y puertas que se escabullen cuando usted va al retrete de hombres de la confitería de enfrente” –escribió Ray Bradbury en su relato La carrera del himno.
El volumen que recoge ese y otros relatos se llama
Las maquinarias de la alegría. No lo era referido al cine cuando fue publicado
en 1963, y lo es menos aún ahora. La idea del relato –escapar antes que nadie
cuando, al finalizar la película, suena indefectiblemente el himno de Irlanda- ha
sido superada por la realidad de 2016, en la que el público huye de los cines
antes de entrar en ellos.
Superada la agonía que trajo un iva del 21%,
aunque sea al precio de haber dejado las salas que subsisten a un metro del
abismo, ni el otro precio obvio –los escasos seis euros que cuesta ver en
Madrid el mejor cine en versión original en las salas Renoir- basta para ocupar
mínimamente unas salas que se desangran a cuchilladas de la piratería impune, y
en ese ejemplo extraño de fidelidad al formato que es pasarse a las series de
televisión por lo mucho que recuerda al cine, mientras se deja morir el cine.
Se investiga estos días un fraude en el número de
espectadores que permite acceder a subvenciones, y los cines vacíos se llenan
de repente de productores, distribuidores y dueños de salas buscando arreglar
de forma ilegal lo que la legalidad recaudatoria tan explícitamente se empeña
en aniquilar. La sala que falsea los datos permite que las productoras accedan
a subvenciones que al cabo de un tiempo permiten que las salas exhiban nuevas
películas, que de otro modo quizá no serían viables.
La trampa en la sombra –reprobable, pero que
arduamente aspira al enriquecimiento sino a la pervivencia de un sector-
palidece ante el empeño gubernamental en que esa maniobra, o cualquier otra, sea
inútil una vez que el anhelo de un cierto producto cultural se haya extinguido
por el bien del electorado necesario para seguir votando a políticos
analfabetos, a los que sorprender con un libro en las manos o saliendo de ver
una película iraní probablemente haría pedir perdón por la falta de vulgaridad
que se le supone a un bien sometido al mercado.
De las 42 películas bajo sospecha, las cuatro
publicadas en el artículo de El País, de vida fugacísima en salas, alertan de
un abismo cuyo destino comparten decenas de películas magníficas –españolas o
no- que pasan cada año por los cines de la capital que mejor programación
ofertan. El vacío es idéntico, sea José Luis García Sánchez o Tommy Lee Jones
quien lo sufra.
El mundo no será peor si los cines desaparecen como no lo es porque se lea a Ken Follett y no a Cervantes. No es peor lo que sería mejor de otra forma, sino lo que te obligan a hacer cuando no quieres hacerlo. No se puede obligar a nadie a apreciar un tipo de cine cuando lo que la gente quiere es otro. Y eso vale para todo: el teatro, la literatura, la política. Falsear la recaudación, de una obra, de un libro, de una película, solo alarga la agonía de un mundo que no tiene quien lo quiera en términos mayoritarios, que son los que determinan gran parte de la oferta. Y si la política que alienta la vulgaridad y el desprecio de la gran cultura fuese, cabalmente, honesta, estrictamente vigilante de la veracidad de sus promesas en su cómputo sobre el mundo, casi parecería justo todo esto.
El mundo no será peor si los cines desaparecen como no lo es porque se lea a Ken Follett y no a Cervantes. No es peor lo que sería mejor de otra forma, sino lo que te obligan a hacer cuando no quieres hacerlo. No se puede obligar a nadie a apreciar un tipo de cine cuando lo que la gente quiere es otro. Y eso vale para todo: el teatro, la literatura, la política. Falsear la recaudación, de una obra, de un libro, de una película, solo alarga la agonía de un mundo que no tiene quien lo quiera en términos mayoritarios, que son los que determinan gran parte de la oferta. Y si la política que alienta la vulgaridad y el desprecio de la gran cultura fuese, cabalmente, honesta, estrictamente vigilante de la veracidad de sus promesas en su cómputo sobre el mundo, casi parecería justo todo esto.
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