Como sucede con Juan José Millás o Borges, entre
otros, la escritura teatral de Rodrigo García o de Angélica Lidell transmite la
impresión de que podrías imitarla, de que su estilo es reproducible sin dejar
de ser tú quien lo adopta. Es decir, que para escribir como alguno de ellos
solo tendrías que tomar tus materiales y volcarlos en uno de esos moldes. El
significado de esa impresión se me escapa, no sé si dice algo bueno de ellos o
malo de mí. O solo que el estilo es un pez que rara vez adopta una forma nítida
y que cuando crees advertirlo en alguien, pescarlo es un trofeo imaginario. Como
con Lidell, el espasmo de confesión autobiográfica en García –estos días con
Daisy, en los Teatros del Canal- es un tic al que el malestar propio parece
poder prestar su discurso, sin que el tono experimente saltos. Probablemente es
falso, lo que ha de significar que donde uno ve estilo nada ese otro pez aún más
raro: la falta absoluta de pudor. Y que la sensación de poder reproducirlo ha
de ser la del alivio de no seguir guardándolo. Daisy, Daisy, give me your answer too –cantaba Hal 9000 en 2001, de
Kubrick, a medida que su memoria iba siendo desconectada y volvía al principio,
a lo que le fuera enseñado nada más creada.
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