Escrita por Julio Verne en 1882, El rayo verde simboliza
lo mejor y lo peor de su literatura: el avance, previsible cuando no sabido de
antemano, de la acción y, al mismo tiempo, la atención ganada pese a ello. Planteado
nada más empezar la novela como el objetivo de una joven, contemplar el último
rayo del sol al desaparecer en el horizonte marino conlleva, típicamente
verniano, el hecho físico y su añadido heroico, en este caso poético:
contemplarlo permite una visión clara de los propios sentimientos y de los
demás. Contado simultáneamente como su búsqueda y su irrelevancia –la
protagonista sabe desde decenas de páginas previas a quién ama y a quién no
soporta-, el rayo verde es, en la novela, lo que se busca cuando no se
necesita: los enamorados –ella y su amado- acaban buscando en sus ojos mutuos
lo que el rayo no necesita ya decirles.
Tan fugaz, y arduo de ver, como Verne fabulara, ese rayo
verde iba a quedarse suspendido en ese punto del horizonte 43 años: hasta que
Scott Fitzgerald lo ubicó al otro lado de la bahía en que Jay Gatsby tiene su
casa, desde cuyo muelle mira cada noche el mismo rayo verde que proviene de un
faro situado en la casa de la mujer que ama, casada desde hace años con otro
hombre. Como la propia moraleja de la novela –que la perdición espera en el
momento en que no sabes que estás ganando-, lo que Gatsby parece ver es solo la
parte del recorrido del haz de luz que no llega hasta él: la negrura, la parte
oculta del haz (que vendría a ser la vida de casada de la mujer que ama y le
ama) es la que le atormenta y acaba causando su destrucción.
Eric Rohmer llevaba ya cinco años en el mundo cuando El
gran Gatsby fue publicada en 1925. Cuando en 1986 rodó El rayo verde, concilió
ambas historias, la de Verne y la de Fitzgerald. En la peripecia de una mujer
joven y atractiva cuya soledad, angustiosa e inmune a las posibilidades
imperfectas que salen al paso, la aísla en un pozo de tristeza e impotencia,
puntuada desde fuera por su encuentro con personas con la que nada tiene que
ver, pese a lo normales que son éstos entre sí, y vernianamente, por un grupo
de ancianos felices entre los que algunos dicen haber visto el rayo verde
varias veces. Y cuyo improbable rayo de sol vivificador acaba viniendo del más
inesperable de los lugares: mientras lee a Dostoievski en una triste sala de
espera de una estación de autobuses. Justo antes de intentar ver el último rayo
de sol en el mar, observa una tienda de juguetes playeros –pueriles, malos,
baratos como las relaciones que ignora porque no son lo que siente necesitar-
que lleva justo ese nombre: el rayo verde. Ganado finalmente sin que sus héroes
dejen de parecer algo tan improbable como perfectamente posible.
Y sin embargo Verne, que no escribió una sola historia de
amor ni por aproximación desgarrada o imposible, está más cerca de Fitzgerald
que de Rohmer. Pues la agonía de la protagonista de éste es contemporánea -la
soledad en medio del marasmo del bullicio- mientras que la de Gatsby, cosida de
romanticismo suicida, es hija del siglo que vivió Verne. Rohmer debió haber leído
El gran Gatsby y esa es la novela que la protagonista de su película debía
estar leyendo mientras esperaba un autobús que sabe que raramente pasa.
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