06 mayo 2015

salir del muro y mirar



Se cumple un año del montaje El triángulo azul, que el Centro Dramático Nacional  programó en la sala Valle Inclán, y la foto en movimiento que supuso ver encarnar a los prisioneros españoles en Mauthausen va volviendo a la inmovilidad de las fotos reales que Francisco Boix tomara para el servicio de documentación nazi. Documentado por Montse Armengou y Ricard Belis en su libro El convoy de los 927, la peripecia de la liberación de Mauthausen hace ahora 70 años es, en no poca medida, la de la liberación previa de las fotografías que Boix lograra sacar del campo cuando las órdenes de destrucción de pruebas llegaron al laboratorio en que trabajaba. Boix y el resto de mensajeros que lograron transportar los fajos de negativos se jugaron la vida que ya apenas tenían porque el precio a pagar merecía la pena, pero nada se hubiera logrado sin alguien que, fuera del campo, no tomase la misma decisión sin tener, como ellos, tan poco que perder. Anna Pointner ocultó en un segmento del muro de su jardín los 20.000 negativos que Boix, entre otros, lograron salvar. Quizá uno de los muros que podían verse desde el interior del campo, como islas en medio del verde de las praderas y los bosques, y que los prisioneros que acarreaban piedras en la parte superior de las edificaciones del campo podían ver sin esfuerzo, al menos físico. En algunos de los negativos salvados acaso se veía la misma casa en que iban a quedar a salvo.
Obligados por las tropas norteamericanas, ciudadanos de las poblaciones cercanas al campo de exterminio fueron forzados a ver los últimos cadáveres, casi esqueletos, amontonados, a confrontar un silencio con otro, una inmovilidad biológica con otra moral. Entre ellos quizá estaba Anna Pointner, muda como el resto, tan incapaz de gritar a sus compatriotas que todos lo sabían, como de decir a los oficiales norteamericanos que ella sí lo sabía. Como ocurriera con las directivas nazis que ordenaron documentar el horror que ellos mismos producían, la colaboración ciudadana con los perseguidos por el régimen llevaba en sí el mismo demonio: la capacidad de saber una cosa y actuar como si no. Cuando Pointner aceptó guardar los negativos a riesgo de su vida, nadie sino Boix, que pasaba horas diarias duplicando esos mismos negativos y haciendo copias en papel de lo que, por otro lado, se le pedía fuera destruído, debía comprender esa dualidad que en Alemania no pocos debían ocultar tras un muro para no sentirse tan indefensos como los que morían en los campos. Boix salió de Mathausen para morir seis años después. Es cruel escribir que los negativos, esos negativos llenos de cadáveres, sobreviven a vivos y muertos. 

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