Encajado entre el siglo de las luces y el del
horror, el siglo XIX británico honró ese tránsito de la razón al crimen, y lo
hizo dos veces: una al principio del siglo, otra al final. En el verano de 1816
Lord Byron, Mary Shelley y John Polidori alumbraron la historia de dos de las
formas mitológicas del romanticismo literario: el monstruo hecho de trozos
muertos y el ser inmortal que vive de beber sangre. En ambas, la creación de
vida o su perpetuación a través de la muerte lleva aparejada la maldición de sus
dos estados –la medio vida, la media muerte. Esa maldición iba a reencarnarse
de 1886 a 1895 en tres novelas en las que la vida se enhebra en la muerte con
hilo podrido.
Si en el encuentro de 1816, Byron, Shelley y
Polidori partieron de la lectura común de una antología alemana de historias de
fantasmas, apenas unos meses de diferencia privaron a Robert Louis Stevenson,
Oscar Wilde y H.G. Wells de imitar incluso ese principio. Pero aunque Stevenson
murió a pocos días de 1895 –año en que Wells publicó, íntegra, La máquina del
tiempo- sí vivió para haber podido leer El retrato de Dorian Grey, publicado en
1890. Wilde pudo leer a Wells hasta 1900, y éste, a todos los demás.
Lo que Frankenstein y Drácula iniciaron,
fundida en una sola existencia lo vivo y lo muerto, fue volcado por Stevenson,
Wilde y Wells siguiendo la pauta contraria: los monstruos de la razón que
amparaba el fin del siglo XIX exhibían el bien por un lado y el mal por otro,
de forma que cada una de las partes del todo impedía la otra (Stevenson), cargaba
el mal sobre ella (Wilde) o tenía como razón de ser matarla y nutrirse con ella
(Wells).
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