Dos son las bazas con las que Negociador se sienta a la mesa: el intento de crear empatía a nivel personal por parte del delegado
gubernamental, y lo escaso de una narración que, desde el cine, haya aportado
al proceso de paz, como a la transición, alguna pista de qué se perdió en el
camino y si se puedo ganar mientras se perdía.
También
es el retrato de la soledad humana, del desamparo relativo sea cual sea tu
papel: desde el ministro de interior al negociador, desde los asesinos enviados
a pactar una declaración, a la propia traductora, todos parecen estar perdiendo
algo a solas mientras se sientan a averiguar si ganan algo en común. El
destilado humorístico es de rejilla fina, aunque sea finalmente el trazo grueso
y no la ironía lo que la concentra. Y se agradece, porque va a favor de la
historia posible y no de la probable. Poca ironía imagina uno en esos años de
extorsión y matanza amparada en la complicidad de los propios gobiernos vascos
del pnv. Qué si no humor negro es leer la defensa de la identidad vasca en boca
de arzalluz o Ibarretxe en esos años en que eta se resguardaba en ella para
hacer el trabajo sucio a ese nacionalismo de Pilatos que alfombra la historia
democrática en esa comunidad autónoma.
Y con
todo, las tres situaciones cómicas que se permite el guión siguen pareciendo algo
raras dado el tono general de la historia, en el que estremece recordar, tras
el rostro de Carlos Areces, el del sanguinario Thierry el día de su detención. De
las tres, solo una es ficción desaforada, puro gag –cuando éste último es
confundido con un escolta. Pero son los dos restantes los que concentran la
verosimilitud de toda conducta humana, sea cual sea tu trabajo o nacionalidad: la
prostituta que acaban compartiendo las dos partes de la negociación; y sobre todo,
para escarnio verosímil de la parte etarra, cuando la frase más solemne con que
parece pactarse la declaración conjunta, resulta una línea escuchada la noche
antes en televisión, inserta en una mala película de las que olvidas nada más verla.
Que el cuerpo ideológico de un asesino, y de sus encubridores legales, salga de
la mezcla de una noche de insomnio y materiales de desecho es pura realidad inserta
en corteza de ficción. Humanizar hasta el extremo al negociador gubernamental –desaliñado,
torpe, despistado- es la pátina de verdad que acaba volcando el patetismo general
en un envoltorio de relato documental.
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