Benjamin Britten, que escapó de la Primera guerra mundial naciendo un año antes, y de la Segunda instalándose en Estados Unidos meses antes de que estallara, ubicó su Requiem de guerra en tierra de nadie, entre tensiones no menos reconocibles: sus textos, igual que quienes lucharon en ambas guerras, vienen de dos tiempos muy distintos –un texto centenario en latín, y nueve poemas escritos por Wilfred Owen en la I guerra-; como si honrando las tan distintas formas de morir que una guerra permite, los primeros son acompañados de una gran orquesta, los segundos, de una orquesta de cámara; reproduciendo los testimonios posibles que han dejado los Diarios escritos en ambas guerras, un coro de hombres y otro de niños se alternan los pasajes.
El mismo Requiem, estrenado en la nueva catedral de Coventry en 1958, se escuchó por primera vez en dos catedrales a la vez: la recién terminada, y la antigua, justo al lado, devastada por las bombas alemanas en 1940 y preservada así. Y tres cantantes representando a las partes en conflicto (alemán, ruso, británico) fueron convocados al estreno. Sin que Britten intervenga en ello, la que se ha podido escuchar en el Teatro Real hace unos días es también la segunda lectura del Requiem que se escucha en Madrid en los últimos seis meses, y la más conmovedora ya desde el momento en que, a diferencia de la primera, los textos pueden ser seguidos mientras son cantados.
Escrito por Owen como una premonición –iba a
morir días antes de que finalizara la guerra-, su poema Strange Meeting, que
cierra el Requiem, es tan turbador en su idea como sobrecogedor inserto en un
Requiem: un soldado narra su descenso por un túnel (la Primera guerra se
eternizó en ellos) y su encuentro con muchos hombres que parecen dormidos. Uno
de ellos le habla, dice ser el soldado enemigo que mató el día antes. El
primero está también muerto. La reconciliación imposible sobre la tierra llega
bajo ella, en ese sueño idéntico y multitudinario.
Owen llevaba dos décadas muerto cuando otro
soldado británico, Vernon Bain, alistado para luchar en la Segunda guerra, desertó
de ese túnel para vivir durante los años posteriores el sueño de persecución y
oprobio que Charles Glass cuenta en su libro Desertores. Poeta como Owen, dejó
versos hechos para describir un túnel o para salir de él –“El lugar que vemos/ Es como imaginamos que sería/ Solo que su
mobiliario es un poco menos/ Espectacular, más tedioso, y confesamos/ Nuestro
desencanto, un sentimiento/ Como de pérdida, como de engaño.”
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