02 marzo 2015

la isla máxima



Todo en La isla mágica honra esa cualidad del género negro que es también de las democracias recién salidas de dictaduras largas: el uso de la información o de la realidad convertida en trozos, huellas, pistas. Haber concentrado la averiguación de un crimen en un tiempo (la España de 1980) en que se pugnaba por ver otros como inexistentes acaba contando la misma película dos veces, simultáneamente, como lo es también la investigación en los ojos de los dos policías encargados de ello –Arévalo y Gutiérrez- tan sinuosamente entrelazada y tan distinta como el paisaje de las marismas del Guadalquivir vistas desde el aire.
Por cada herida hallada en los cuerpos de las víctimas hay una herida abierta en el cuerpo social de ese momento. Por cada mutilación sin culpable hallado, una pista que no lleva a lado alguno, un camino que se pierde. La dignidad democrática del regidor de la localidad que con una mano advierte de los hábitos que ya no se toleran, y con la otra sugiere no entrar en conflicto con los poderes de la región, velar por la propia seguridad familiar. La oscura relación entre el poder del patrón sobre los bolsillos de los peones y el que sobre los cuerpos indefensos de niñas engañadas. La tortura oculta que viaja de un concepto al otro. El robo de heroína al servicio de un futuro mejor para tus hijas. La mano no aclarada que golpea a uno de los detectives mientras espía la casa sospechosa. La sombra negra que esparce un pasado de torturador y asesino sobre el criminal reencarnado en policía encargado de aclarar justo esos crímenes. La parte telúrica de lo irracional sembrado en la vidente. La muerte profetizada. El perdón de sendos delitos –caza furtiva y tráfico de droga- a cambio de un bien mayor, o solo más urgente.
Casi se diría que solo el penúltimo de sus planos –cuando la policía arresta al cómplice de los asesinatos- falsea el retrato fiel de un pueblo torvo y atemorizado por lo que la libertad de actuar correctamente haya de afectar al beneficio de actuar como hasta entonces. El linchamiento, la muerte a palos del hallado culpable, con o sin la connivencia policial, diría más fiablemente de nuestra democracia de entonces lo que los gestos de temor y culpa compartida venían de cuarenta años de isla máxima.

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