Todo en La isla mágica honra esa cualidad del género
negro que es también de las democracias recién salidas de dictaduras largas: el
uso de la información o de la realidad convertida en trozos, huellas, pistas. Haber
concentrado la averiguación de un crimen en un tiempo (la España de 1980) en
que se pugnaba por ver otros como inexistentes acaba contando la misma película
dos veces, simultáneamente, como lo es también la investigación en los ojos de
los dos policías encargados de ello –Arévalo y Gutiérrez- tan sinuosamente
entrelazada y tan distinta como el paisaje de las marismas del Guadalquivir
vistas desde el aire.
Por cada herida hallada en los cuerpos de las víctimas
hay una herida abierta en el cuerpo social de ese momento. Por cada mutilación
sin culpable hallado, una pista que no lleva a lado alguno, un camino que se
pierde. La dignidad democrática del regidor de la localidad que con una mano
advierte de los hábitos que ya no se toleran, y con la otra sugiere no entrar
en conflicto con los poderes de la región, velar por la propia seguridad
familiar. La oscura relación entre el poder del patrón sobre los bolsillos de
los peones y el que sobre los cuerpos indefensos de niñas engañadas. La tortura
oculta que viaja de un concepto al otro. El robo de heroína al servicio de un
futuro mejor para tus hijas. La mano no aclarada que golpea a uno de los
detectives mientras espía la casa sospechosa. La sombra negra que esparce un
pasado de torturador y asesino sobre el criminal reencarnado en policía
encargado de aclarar justo esos crímenes. La parte telúrica de lo irracional
sembrado en la vidente. La muerte profetizada. El perdón de sendos delitos
–caza furtiva y tráfico de droga- a cambio de un bien mayor, o solo más
urgente.
Casi se diría que solo el penúltimo de sus planos –cuando
la policía arresta al cómplice de los asesinatos- falsea el retrato fiel de un pueblo
torvo y atemorizado por lo que la libertad de actuar correctamente haya de
afectar al beneficio de actuar como hasta entonces. El linchamiento, la muerte
a palos del hallado culpable, con o sin la connivencia policial, diría más
fiablemente de nuestra democracia de entonces lo que los gestos de temor y
culpa compartida venían de cuarenta años de isla máxima.
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