17 marzo 2015

hijos de la Magnolia



Si hay algo que no necesita la distancia entre minimizar un daño y aprovecharlo para ganar algo en el proceso, es un mapa. Porque ambos puntos podrían, de tan cercanos, llegar a superponerse. La energía oscura que vertebra Maps of the stars es la historia clásica de un agujero negro que se traga a quienes pasa cerca. O lo que es lo mismo, la concentración en un mismo punto de los elementos más dispares –la vanidad y el amor; la empatía y el rencor; el ego y la autodestrucción- pero también de las que, siendo idénticas, necesitan esa atracción fatal para darse –en un terreno más nebuloso, el de los fantasmas; en uno más terrenal, el de la relación entre hermanos planteada como la cola y la cabeza de la misma serpiente.
Entre esos dos puntos tan cercanos que son casi la misma mancha, cabe esa otra marca en un mapa: la Magnolia (1999) de Paul Thomas Anderson. Pero no en el mismo plano, sino bajo él, como un molde que tanto sirve para espejar la influencia de la autoayuda en el ego contemporáneo (el personaje de Tom Cruise allí, el de John Cusack aquí); como para contar en ambas la decadencia como profecía de un sistema entero; o más cerca la nariz del plano, la interferencia obligada de las partes más frágiles del puzzle (el personaje de Seymour Hoffman en aquella, el de Wasikowska en ésta última) en el destino de los más fuertes.
Casi tres décadas después de esa forma de incesto que es la mezcla genética de mosca y hombre, Cronenberg honra de nuevo los traumas de la equivocación genética, y sus pecados, que antes de Anderson volcara Robert Altman a partir de relatos de Raymond Carver, y más cercanamente, González Iñárritu en Babel. Que la Julianne Moore de Magnolia se reencarne aquí en una actriz cuya alma es una flor podrida, recuerda a una rana más cayendo del cielo, sobre Hollywood o no, en busca del beso que no llega, del mapa que existe para que jamás llegues. 

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