Si hay algo que no necesita la distancia
entre minimizar un daño y aprovecharlo para ganar algo en el proceso, es un
mapa. Porque ambos puntos podrían, de tan cercanos, llegar a superponerse. La
energía oscura que vertebra Maps of the stars es la historia clásica de un
agujero negro que se traga a quienes pasa cerca. O lo que es lo mismo, la concentración
en un mismo punto de los elementos más dispares –la vanidad y el amor; la empatía
y el rencor; el ego y la autodestrucción- pero también de las que, siendo idénticas,
necesitan esa atracción fatal para darse –en un terreno más nebuloso, el de los
fantasmas; en uno más terrenal, el de la relación entre hermanos planteada como
la cola y la cabeza de la misma serpiente.
Entre esos dos puntos tan cercanos que son
casi la misma mancha, cabe esa otra marca en un mapa: la Magnolia (1999) de
Paul Thomas Anderson. Pero no en el mismo plano, sino bajo él, como un molde que
tanto sirve para espejar la influencia de la autoayuda en el ego contemporáneo
(el personaje de Tom Cruise allí, el de John Cusack aquí); como para contar en
ambas la decadencia como profecía de un sistema entero; o más cerca la nariz del
plano, la interferencia obligada de las partes más frágiles del puzzle (el
personaje de Seymour Hoffman en aquella, el de Wasikowska en ésta última) en el
destino de los más fuertes.
Casi tres décadas después de esa forma de
incesto que es la mezcla genética de mosca y hombre, Cronenberg honra de nuevo
los traumas de la equivocación genética, y sus pecados, que antes de Anderson
volcara Robert Altman a partir de relatos de Raymond Carver, y más
cercanamente, González Iñárritu en Babel. Que la Julianne Moore de Magnolia se
reencarne aquí en una actriz cuya alma es una flor podrida, recuerda a una rana
más cayendo del cielo, sobre Hollywood o no, en busca del beso que no llega,
del mapa que existe para que jamás llegues.
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