Hace años en
Cannes aún podían comprarse postales antiguas en una tienda pequeña, como quien
trozos del muro de Berlín. Escritas entre 1906 y 1932, describen un mundo que
ni en el peor de los sueños sus remitentes podían imaginar. No hay gran gloria en
ellas, solo fragmentos de un verano, deseos de paz, de salud, de un feliz
matrimonio o un pronto regreso. El mundo que habitaron murió mucho antes que ellos.
Y sin embargo hoy, cuando los años mueren sin que la metáfora signifique nada más
que eso, quien aún escriba postales hablará en ellas de cosas similares, como
si unos pocos años de paz y prosperidad funcionaran como un seguro de vida. Como
también la inmensa bibliografía sobre la segunda guerra mundial, la que
describe la primera nunca es más cruel que cuando relata cómo quienes acaso
llevaban las cartas o vendían los sellos se levantaron una mañana dispuestos a
delatar o directamente asesinar a quienes, desde la casa de enfrente, las
escribían o las recibían. Algo que aún no sabes que haces por última vez, algo
que ya no volverás a ver, algo que jamás será como antes. Incluso en tiempo de
guerra se ama, se escribe poesía, se compone música, se pintan cuadros, pese a
todo la compasión y la generosidad se abren paso. Con suerte las sociedades
salen de ellas más preparadas para no repetirlas. Inmersos en una trinchera
financiera de la que tantos salen para morir de añoranza como dentro de ella de
impotencia, y cuyos cadáveres son solo de otro tipo, quizá pintar, componer,
escribir, amar sea lo único que nos quede mientras rezamos porque lo que entre
en unos días sea solo un año.
28 diciembre 2013
27 diciembre 2013
sin portal al que llegarse
Hay una
pregunta que queda sin respuesta en El cojo de Irishman, de Martin McDonagh, en
el Español estos días: qué fue de los padres de Billy. Y es porque las
versiones sobre su desaparición –si se ahogaron para que el seguro de vida
salvara a su hijo o si lo que intentaron fue matarle- se bifurcan a la misma
velocidad a la que lo hace el destino de éste, atrapado también entre lo que
finge –tisis- y lo que, incluso dentro de esa mentira, es tan real que ni él lo
sabe hasta que es tarde. Basado en la peripecia que llevó a Robert Flaherty a
rodar Hombres de Arán en las costas de esa isla irlandesa en 1934, también
podría ser simultáneamente su secuela y la explicación mejor de johnypateenmike:
en Flaherty las tres veces que un niño intenta sumarse a una de las expediciones
pesqueras, su padre se lo impide. Que al menos hubiera una parte del pasado de
Billy que no sangrara.
22 diciembre 2013
Sin lugar donde quedarse
Hubo de ser
Nikita Mikhailov quien, en Ojos negros, diera a Marcello Mastroianni la
oportunidad en 1987 de experimentar plenamente –esto es, de vivir con
melancolía- de dónde venían y hacía dónde iban las ensoñaciones que recreara
para Fellini durante décadas. Qué más ensoñación que nombrar La dolce vita una
que mostraba a un escritor atravesando amores sin pasado ni futuro, ni método
claro para conservar, perder o entender ambas, y cuya urgencia casi ni presente
concedía. Es ese limbo el que viene de revisitar Sorrentino. Su irrealidad es
50 años mayor, y no solo porque su protagonista también lo sea. Sino porque si
en Fellini la alta burguesía jugaba a la transgresión como si niños, en
Sorrentino juega a lo contrario: a fingir la normalidad del hábito, por
extravagante que sea. En cierto sentido, esta es una película sobre niños
fingiendo ser adultos. Y aquella era lo contrario.
Si la
infancia como símbolo tenía un peso en Fellini que aquí no, es porque la mirada
fugazmente ensimismada de Mastroianni sobre la niña que atiende el restaurante
significaría hoy otra cosa. Y porque quién necesita niños reales, como los que
trágicamente marcan el destino de Steiner, acaso el personaje más lúcido de
aquella, cuando todo en la de Sorrentino respira infantilidad travestida de
ropajes serios. O más bien dignos. Al menos en público. Pero donde hay niños,
hay padres. Y ese es aún el eje dramático de ambos circos. Y si, acaso como
metáfora del único amor que Mastroianni creía ver sin que estuviera realmente
ahí –el que por su padre-, Fellini introdujo la fábula histriónica de dos niños
que dicen ver a la virgen como quien juega con ella al escondite, Sorrentino
implanta dos padres ofuscados por la incapacidad para madurar de sus propios vástagos,
donde solo parece ofender el sentido de pertenencia, como si con ello sus hijos
respectivos –el suicida, la striper- invadieran la única idea que realmente poseen.
Toni Servillo,
que nació el mismo año que Fellini rodaba La dolce vita, atraviesa la magnífica
La gran belleza de forma que la única paternidad que cabría pensar le afectara
es la suya propia. Su dolce vita, cien veces más dolce que la de su molde –como
aquel, escritor, romano, vividor, seductor, suspendido en el tiempo afectivo-,
solo deja de jugar al escondite con su pasado cuando un hombre de su misma edad
se le aproxima para decirle que es el esposo de la mujer que amara. Acaba de
morir, no han tenido hijos, él no podía. Yo sí podía –responde Servillo antes
de sumarse al llanto de su competidor, derrotados ambos.
Amarcordiana
en la mezcla de suspensión temporal y puntual exhuberancia expresiva, Sorrentino
honra también ese rasgo de Fellini –muchos de sus rostros parecen salidos, por
extraños, de un supermercado del gesto. Y acaso su escena más hermosa sea la
que más explícitamente toma prestada de aquella, en ese hombre que lleva
siempre encima un maletín con las llaves de los palacios más hermosos de la
ciudad, para recorrerlos de noche como quien viaja por su memoria en las horas
más inofensivas. Como puesta ahí, entre bustos imperiales, para mostrar que el
César de la vida social romana, que solo llora una segunda vez y es,
perfectamente impostado, para mejor interpretar el debido duelo en un funeral,
que rara vez deja de lucir su perfecta y lujosa libertad como si fuera un
trabajo cansado, que nada le aporta o incluso le hastía, solo es el Marcello
real, el de Mikhailov, en ese rellano en que el llanto por la mujer amada y no
tenida compite, por primera vez, en igualdad de condiciones con el de quien,
habiéndola tenido, la ha perdido como él. Rodeado de esa gran belleza que es la
ruina, Servillo, como Mastroianni incapaz de retener a su padre ni un segundo
que no incluya la frivolidad, nunca es más personaje felliniano que entonces:
si dejara de pasear entre estatuas y seres a un paso de serlo, se convertiría
en una.
21 diciembre 2013
el exilio doble
Como
un profeta de sí mismo, Charlton Heston fue dos veces el mismo personaje –su
Moisés de 1956 era, solo tres años más tarde, Juda Ben Hur. Como aquel,
hermanado de niño con quien después sería su rival: el hijo del faraón en Los
diez mandamientos, el tribuno Masala en Ben Hur. La segunda reencarnación llegaría
en 1968, como el astronauta George Taylor de El planeta de los simios y, solo
cinco años más tarde, el policía Robert Thorn en Cuando el destino nos alcance.
Como en la primera doble hélice, el mismo hombre solo y a la vez su opuesto: no
el primer y fundacional hombre sobre la tierra, sino su reverso: el último en
habitar o descubrir el mundo tal y como es. En dos de ellas –Los diez
mandamientos y Cuando el destino nos alcance- también estaba Edward G.
Robinson. En la primera, como un judío que asciende en la pirámide social
egipcia al delatar a otro judío. En la segunda, como un hombre que desciende –del
todo- de esa misma pirámide, harto de ella. Incluso esto estaba al servicio de
lo que Heston iba a descubrir en cada una de sus respectivas encarnaciones: que
estamos hechos de materiales sospechosos.
20 diciembre 2013
y todos para uno
19 diciembre 2013
apurar el cáliz
Con la
naturalidad con la que el austríaco Cristopher Waltz ha enraizado en el cine de
Tarantino, el alemán Michael Fassbender aparece estos días junto a Brad Pitt simultáneamente
en El consejero (Scott) y 12 años de esclavitud (Mc Queen). Aunque la simbiosis
más clara que viaja de esta última a la primera sea la que muestra su paisaje recreado
en el XIX, y en las carreteras de Georgia y Lousiana hoy día, sus árboles tomados
por el musgo español como si una telaraña verde quisiera enviarles al pasado. La
historia que cuenta El consejero transcurre en el México de nuestros días, pero
la mezcla mortal de azar e indiferencia, de horror y cotidianeidad que cuenta
la peripecia de un hombre libre convertido en esclavo hace 170 años es la misma
que el guión de Mc Carthy arroja sobre el abogado que ve su vida precipitarse
al infierno por una suma de casualidades sin vuelta atrás.
Henchidas
ambas de horror inimaginable, su capa mejor –la bondad del esclavista digno en
una, la que pudiera emanar del discurso profundamente sabio del criminal peor
en otra- solo sirven para conformar ambas virtudes –en realidad la misma: la
sospecha de la verdad que se niegan a sí mismos- como un lujo mutuo del que se
dispone pero que no se emplea. Si la esclavitud fue una forma de nazismo
arraigado en el corazón del llamado país de las libertades siglo y medio antes
de que hitler le diera su forma definitiva, el poder que el narcotráfico
atesora hoy día –y que en la película da para que, junto a los cargamentos
ocultos de droga, viaje un cadáver de un lado a otro del país solo por el humor
de hacerlo- es también uno que hace de las personas, mercancía de mucho menos
valor que la que viaja empaquetada. Lo que se supera en un siglo se reencarna
en otro con otra forma, los campos de algodón se convierten en bidones
atiborrados de cocaína, los barracones en que se hacinaban los esclavos negros
se desplazan hacia abajo, en las tumbas que ocultan las víctimas de una
esclavitud solo distinta en sus muertos –una que no les condena a encadenar su
vida a su libertad, sino a la cercanía en que la riqueza es cosechada.
Como la
peripecia de Solomon Northup en la Louisiana de 1842, que ni habiéndose probado la culpabilidad de sus captores, supuso pena alguna para ellos, la impunidad
que atraviesa la historia cruzada de culpables, inocentes, medioresponsables y
mediosalvables que cuenta El consejero es una que no distingue víctimas porque
renuncia a considerarlas dotadas de derechos. De los cientos de miles de
esclavos que pasaron sus vidas como objetos a los que se interponen entre las
balas actuales como quien pasa entre conversaciones, el miedo y la barbarie empiezan
en la desaparición de la propia voz. Northup es advertido de que simule no
saber leer ni escribir. El consejero nunca siente más pánico que cuando se
queda sin alguien a quien poder explicar su inocencia. Obligados a callar el
lenguaje de las personas, los esclavos estadounidenses de raza negra cantaban a
dios para que alguien les escuchara sin enviarles más castigos. Antes del
reencuentro final con su familia, la liberación que más explícita,
rabiosamente, invade el rostro del esclavo no es la que le sube al carruaje que
le saca de los campos, sino la que le muestra cantando en un funeral que podría
ser perfectamente mexicano, siglo y medio después.
18 diciembre 2013
lawrence o´toole
El primer
rostro que ves encarnar al personaje de una ópera suele ser el que se apropia
del carácter desde entonces. Si hay suerte elegirás bien la versión. Si no, el
personaje cargará con facciones inmerecidas hasta que logres un sustituto
digno. En teatro es igual, aunque la frecuencia con que las obras se repiten
en, digamos, una década permite sobrevivir fácilmente a cualquier error de
casting. En cine, salvo rarísimas oportunidades, solo tienes una oportunidad. Y
aunque la lista de rostros dueños inefables del personaje que encarnaran es amplia,
lo es más aún la de quienes, sin quedar mal dentro de él, serían
intercambiables sin que la historia sufriera. Peter o´toole, que devastó su
rostro con los años hasta ser irreconocible, quizá lo hizo al entender que sus
facciones habían dejado de ser suyas mucho antes, cuando Lawrence de Arabia abandonó
para siempre los rasgos de T.S. Lawrence para adquirir los suyos.
El año
pasado, Michael Fassbender –él mismo un dueño automático de cuantos personajes
aborda- interpretaba a un androide en Prometheus. En su peculiar aproximación a
la conducta humana, su personaje escoge como modelo la indiferencia al dolor de
Lawrence de Arabia. Solo que en esa escena aún no lo es. Con todo su fulgor
intacto, a quien imita como si cada gesto fuera una instrucción, es a o´toole. En
un mundo donde tantos van al cine hoy día a ver historias de robots, ver a uno
admirando Lawrence de Arabia es un acto de inusual justicia.
17 diciembre 2013
graduación moral
De las dos
etiquetas del vodka Stolichnaya que uno conoce, una muestra cuatro monedas
agrupadas a la derecha, dos arriba y dos abajo; y la otra, las cuatro ordenadas
de izquierda a derecha. Es ésta última la que bebe sin cesar la protagonista
encarnada por Cate Blanchett en Blue Jasmine. Contando la historia de una mujer
que escoge mirar hacia otro lado mientras el dinero inunda su vida de placidez,
acaso hubiera hecho una buena escena el verla mirar ambas etiquetas como símbolo
de lo que hoy se amontona y mañana rueda por el suelo hasta desaparecer.
16 diciembre 2013
y esa explicación que os debo
Mi tía N. -85
años- Deja un mensaje en el contestador de D. Que me han visto muy drogado. D. escribe
en el acto. Llamo a mi tía. Emplea 10 minutos en jurar que no va a decirme quién
se lo ha dicho. Entonces lo entiendo. Yo. No ella. Lo que ha dejado en el contestador
es que me han visto muy delgado. Sugiere que D. se lave los oídos. Entonces lo
dice: cuando llama se quita la dentadura. Lo que no dice: que estar delgado en
una familia donde todos tienen sobrepeso es probablemente peor que estar
drogado.
12 diciembre 2013
multiplicación de los panes
M. cumple 52
años enamorada del mismo hombre casado. Solo parece Blanche Du Bois cuando
habla del albañil polaco gigantesco que apareciera en su casa tres horas
después de lo previsto, borracho, acariciándola el pelo al despedirse. La obra
de Stanley Kowalski, que Tennesse Williams no escribió: la de quien llega tarde
y al que sin embargo dejan entrar sin que se sepa cómo o porqué.
11 diciembre 2013
03 diciembre 2013
subtitular en polaco
02 diciembre 2013
utilidad de la bañera
Quizá para
compensar la decepción que surge, entre la bruma, al entrar en un Hamman y ver
que sobre la enorme piedra circular solo hay hombres apenas cubiertos con la
misma toalla que tú, la espera del neófito recompensa con un tiempo detenido en
el que solo puedes mirar hacia el magnífico techo abovedado, y allí, sin tener
forma de saber cuánto tiempo llevas tumbado, fabular sobre cuán ganaría la
experiencia con un ligero cambio de personal. O esa otra visión, hace unos
días, en la piscina, en la que dos hombres, el agua a medio pecho, departían
como tribunos romanos mientras el resto nos afanábamos en ir y venir como si el
harén nos sacara siempre los mismos metros de ventaja. Te tumbas en la bañera
como si estuvieras en ambos a la vez.
01 diciembre 2013
tigres blancos
Empezar las
revistas por el final halla su recompensa al ver al final de The New Yorker el
anuncio que anticipa el reestreno en Broadway de Cabaret mucho antes de que la
página 10 traiga noticia del estreno, unos meses antes, de la adaptación
musical de Rocky. A tiger is a tiger, not a lamb –cantaba Liza Minelli en 1972,
cuatro años antes de que Sylvester Stallone hallara el molde exitoso de sí
mismo, y diez antes de que The eye of the tiger saltara de la banda sonora de Rocky
III a las discotecas de todo el mundo. Es Michelle Williams quien heredará lo
que la fallecida Natasha Richardson cantara en este mismo montaje,
coreografiado por Rob Marshall y dirigido por Sam Mendes, al ser estrenado en
1998. El tigre Sally Bowles resulta, así, uno blanco, que viene de ser esa otra
cantante improbable, Marilyn Monroe. Para quien aún no esté enamorado de ella, una
segunda oportunidad. Por ejemplo, al escucharla cantando Perfectly Marvelous. Como si delante de un espejo.