02 marzo 2011
El ángel exterminador, 2
Una forma de imaginar cómo vencer el miedo es pensarse convertido en aquello que lo produce: hacerte asesino si te asusta la muerte. Aspirar a la política si el terror es el qué dirán. Correr durante cincuenta años si te preocupan tus rodillas.
Así, el miedo puede convertirte en un predador que actúa como cree que necesita hacerlo para no ser devorado. Pero también puede hacer de ti uno que lo es por falta precisamente de ese miedo. Las agallas de los primeros –empleados, súbditos, operadores de apoyo- consisten en tomar decisiones éticamente erróneas a sabiendas; las de los segundos –dueños, políticos, líderes-, en hacerlo con la arrogancia que da la impunidad. Los primeros habitan aguas laborales profundas, no se les ve, la protección consiste en su penumbra. Los segundos nadan cerca de la superficie, y la luz que les baña en vez de delatarles funciona como foco a cuyo haz exhibirse.
Uno nada en las aguas que puede y no en las que quiere, y como la mayoría, uno emplea las formas de autoridad que tiene a su alcance, que es decir la influencia que el trabajo o la posición familiar permiten tras años de práctica y desgaste. Y sin echar de menos un poder más absoluto –que debería conllevar similar responsabilidad-, uno desearía ese rasgo del predador avanzado que es su invulnerabilidad, dado el terreno adecuado. Poder surcar la vida libre de amenazas. Aunque el precio sea, como ocurre fuera del agua, por un instante haberte convertido en ella.
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