04 marzo 2011
bosques vascos de Birnam
Al igual que en Macbeth todos entienden mejor que él las profecías sangrientas que le auguran el trono, fuera de los escenarios tampoco abunda ese don de la política que es comprender por igual el ansía de poder y la sangre con que tus dedos salen a buscarlo. Justo tras venir de matar a Duncan, Macbeth se dirige a sus manos como si se las pudiera hacer responsables de actos que él ignorara o de las que pudiera ser eximido.
Los partidos que en las últimas décadas se han turnado la defensa del asesinato en el país vasco, o han vivido al amparo legal de quien mataba, en ello se declaran alternativamente Macbeth o las profecías –es decir, o son el elegido para defender lo que el destino pone en ellos, o son, no el depositario, sino el mensaje. No la mano que lo empuña, sino las razones que otros –los asesinos- interpretan como lo hacen. En la obviedad de que son ambas cosas –la razón y la mano criminal, por acción o inacción- se trasciende la prueba definitiva de sus actos –que, como Banquo en Macbeth, el que mejor lo entiende es el que acaba asesinado. El símil viaja hacia atrás en el tiempo, aunque no salga del teatro, pero también hacia delante, donde la denuncia clásica y torva de pueblo sojuzgado y oprimido encuentra su versión real en lo que estos días sacude las cleptocracias árabes. Y en el que las amenazas con que los tiranos purgan sus últimos días en el trono, tanto suenan a las que los portavoces de los independentistas vascos truenan a modo condescendiente en esos, tan sabidos, no necesitar condenar el asesinato porque quienes lo piden “solo pretenden generar dudas”, “tapar el inmovilismo del gobierno”, “desviar la atención del problema real”, o “imponer actos intrascendentes” con que portavoces de asesinos y lehendakaris cómplices vienen sembrando los periódicos desde hace décadas.
Llega un momento en la vida de casi todo régimen represivo en el que los dirigentes –y las fuerzas militares que durante mucho tiempo les han mantenido en el poder- deben tomar una decisión que normalmente no tiene vuelta atrás: cambiar o empezar a disparar –escribe David E. Singer en The New York Times. Sean mercenarios o cuerpos regulares, quienes empuñan armas en eta son un ejército. ¿Por qué no considerar a quienes, desde las ruedas de prensa, los mítines y manifestaciones, les dirigen como lo que son: consejos militares que tratan la constitución como lo haría un golpe de estado?
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