05 marzo 2011

el síndrome de Audi



Durante años, al menos en los últimos veinte, esperar el lanzamiento de un nuevo modelo de Audi no debía ser menos anhelado por quienes disponían del dinero para adquirirlo, de lo que lo era en las agencias de publicidad, donde cada uno de sus anuncios era recibido como una señal de que otro mundo era posible, y no específicamente el que Audi vendía a cambio de cada una de sus obras maestras de treinta segundos de duración. Lo que Audi ofrecía, a través de su agencia barcelonesa Tandem DDB Needham, era más valioso: una pregunta para cada uno de quienes pugnaban sus días en crear ideas para clientes infinitamente menos agraciados, con presupuestos que no pagarían uno solo de los aros del logo de Audi, acaso en un entorno laboral menos propicio a la sutileza. A fuerza de insistir, para quienes trabajábamos en los departamentos creativos, Audi pasó de ser una marca de coches de lujo a una forma de contar las cosas, en la que lo contundente no desdeñaba lo poético, y la inteligencia afinadísima, la legibilidad. Uno fracasó cada uno de sus días tratando de aplicar esa ambición a cuantos clientes pasaran por mis manos. Y cada uno de esos días, Audi seguía ahí para proporcionar, como un salvavidas, la pregunta: ¿es necesario tener el mejor producto posible para hacer el mejor anuncio posible? Y mientras la propia naturaleza de este trabajo sugería la respuesta, Audi amparaba otras: sí, puede contarse tecnología con objetos sin brillo, rodados para semejar tristes. Puede contarse con hilanderas. Con puertas de garaje. Puede contarse sin mostrar un solo segundo de coche en movimiento. Y puede contarse con Stendhal. La gran cultura, incluso la cultura básica, frecuentemente tiene en las agencias estatus de elitismo, en la correctísima asunción de que no cabe esperar del público del anuncio más sensibilidad, o solo más conocimiento, del que tiene quien juzga la idea en los despachos de la agencia o del anunciante. Y que son mero logro del abandono de cualquier intento de reivindicar una cultura humanista, de la sustitución de la literatura por la autoayuda, del empobrecimiento del lenguaje, de la sustitución de la idea por el eslogan, de la boba primacía de la imagen en una sociedad solo funcionalmente alfabeta. La publicidad no está aquí para educar a nadie, ni para hacer a la sociedad mejor mientras se palpa la cartera, pero como demuestran esas otras ramas de la publicidad engañosa que son la política y la economía, nunca sabremos cuán debe una idea a la forma de presentarse en público, cuán carga el marketing con pesos torvos que acaso no estaba destinada a cargar. Solo por eso, por sacar de esas alforjas lo que nadie espera ya de un anuncio, Audi dignifica este negocio y lo que éste podría hacer por la sociedad a la que vino a vender cosas que uno abandonará algún día.

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