31 marzo 2011

agotamiento de un viajante


La historia de La avería, de Friedrich Durrenmatt, es la de un comercial de tejidos a merced de un motor averiado que cae en manos de unos mecánicos… de hombres. Los anfitriones son un juez, un fiscal, un abogado defensor, un verdugo. Ancianos ya, reunidos para cenar y practicar un juego que consiste en recrear juicios pasados, en poder alterar el resultado, acaso en condenar a quien se salvara, o salvar a quien cayera. Todos retirados, todos dotados de un vigor que no les corresponde. El hombre que llega a la mansión acepta jugar a un juego al que no puede perder –no tiene nada que pueda ser juzgado, acusado, defendido, condenado. Es, como quienes le invitan a jugar, una máscara de algo peor que aflorará avanzada la noche.
Su frustración, la constancia de un esfuerzo al que nadie ha regalado nada, azuzará, alcohol mediante, el hambre de quienes juegan a condenarle por algo que no pudiera pesarle menos dentro, en la oscuridad, de lo que, por fuera, parece pesarle vivir librado de lo que hizo. O no. Porque el viajante de comercio ocupó la cama de su jefe antes de ocupar su puesto, a la muerte de éste. Su infarto le pone a salvo de la ley, pero no de la metáfora última de Durrenmatt –donde, si los cuatro elementos de la justicia conviven para alimentarse de lo mismo, para embriagarse en lo mismo, para escoger el mismo objetivo, la acusación y la defensa lograrán hacer al acusado simultáneamente culpable e inocente, al despertar en su interior el mismo cuadro que haya fuera –dentro de su pecho el que acusa, el que se defiende, el que lo juzga todo, el que ejecuta la sentencia.
No por mejores pruebas ganará el fiscal, sino porque suya es la mejor veta de cuantas pasan en torno al infeliz, al embriagado Traps –que la presunción masculina sea un delito, que al revelar en una confidencia de bar y testosterona lo que acaso acelerara el infarto de su jefe, estará creando un cómplice que no sabe que lo es. Ni siquiera se quiso de cómplice de sí mismo –le dirá, ya al final, cuando Durrenmatt se ha cuidado de que el único lazo que sienta el viajante sea el que le une a Pilet, el antiguo verdugo.
Traps hubiera querido muerto a aquel jefe que tan escasas virtudes tuviera para ocupar el puesto, pero eso no le convierte en asesino, como desear la vida no te convierte en padre. El juego al que juega Traps a diario –no poder parar, no poder permitirse descansar, vivir una vida averiada- es una prueba contra sí mismo, que acaso soporta porque muchos viajan con motores rotos, pero andan. No es la condena lo que le destruye, sino el juicio, uno más, que, como el resto, no cree merecer a todas horas, para el que ya no tiene fuerzas.

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