03 abril 2011

Verter


Goethe vivió para adaptarse a sí mismo como superviviente de su sabiduría en su Fausto, 56 años después de volcarse en el joven Werther, que escogiera incubar un diablo antes que llamarlo a buscar. Goethe sentía lo que Werther en la primera parte de la obra, la más feliz, ensoñadora, plácidamente alejada de cualquier futuro. Para el relato de la caída en que consiste la segunda, escogió como modelo a otro –Karl Wilhelm Jerusalem- que calcaba el padecimiento amoroso, la incomodidad social y, literalmente, el suicidio con pistolas prestadas por el marido de la mujer que amara Goethe, y no Jerusalem. Pero también se reservó un triunfo discreto al poner en Albert (esposo de la Lotte novelada), no los rasgos de su marido real (Johann Christian Kestner), sino los del propio Goethe, acaso para ganar en Lotte Buff la Lotte que, en la vida real, perdiera.
Jules Massenet nació diez años después de que, a la muerte de Goethe, un Fausto nuevo, ampliado un año antes de fallecer, sustituyera al anterior. Cincuenta años más tarde, y junto a los libretistas Edouard Blau, Paul Millet y Georges Hartmann, su Werther renovó a aquel, que en 1892 llevaba ya muerto un siglo largo. Si aquella era la historia de un amor trágico, la que subió a un escenario contaba con dos: una que muere, otra que lamenta el suicidio del amor. Aunque en la novela su caída es tan prolongada que le da tiempo a ver su destino encarnado en el del joven criado que acaba acarreándose cercana suerte por amor a su señora, al desdichado Werther le mata lo mismo en manos de Goethe o Massenet, y si su amargura es aquí menor (la social, producto de su incomodidad entre los de su clase, ha desaparecido), en lo que atañe a los corazones de Albert y Lotte recorre el sentido contrario, cargados en Massenet de una pólvora que, en un caso –Lotte-, Goethe dejara para el final, como una bala disparada al tiempo contra el arma y contra el blanco, y en otro –Albert-, no pusiera en absoluto.
Así, en oposición a lo que escribiera Goethe, ningún drama es más hondo, más oculto, más callado en Massenet que el de Lotte, que da a Werther la mitad del tiempo de la narración para morir. Y en ello, pasa ese mismo tiempo mintiendo a su marido sobre sus verdaderos sentimientos. El conocimiento del amor de Lotte que Goethe confina, como un hallazgo contra su propia voluntad, a diez páginas del final, lo emplea Massenet para abrir el tercer acto. Aplicado a la extensión de la novela, es como si supiéramos de ese exilio que en ella es el silencio, antes incluso de que Werther haya mentado la posibilidad de huir de su presencia, antes del final del primer libro. Instalado en el ecuador de la ópera, justo después de que, al final del II acto, ella haya rechazado el amor, más prohibido que indeseado, de Werther, Lotte declarará amarle en sus cartas, recibidas sin que se nos informe de si acaso ella escribió alguna de igual intensidad, que alimentara las de él.
Más inmerecido, más alejado de una verdad más compleja, y no menos posible, es lo que Massenet hiciera con Albert, marido de Lotte y rival imposible de Werther, pues lo que le separa de ese amor no es solo lo que siente el uno hacia el otro –Albert hacia Lotte y viceversa- sino el que el propio Werther siente hacia Albert, su reconocimiento, el respeto, la admiración con que advierte a Albert merecedor del amor de Lotte. Así, donde Goethe hizo de Albert escudo, Massenet, al pintarle suspicaz, indiferente, celoso, le convierte en la primera de las pistolas que Werther empleará para matarse, una que, lo que dudosamente hubiera aprobado Goethe, acaso convierte a la razón de la estabilidad del amor de Lotte –Albert el bueno, el noble, el justo- en una segunda mano asesina, suya la que, al leer la carta de Werther en que le pide sus armas, henchido de celos ordena, más que sugiere, sea Lotte la que las descuelgue y entregue al criado de aquel. Como si ordenara a la bala ir a buscar el percutor. Si en la novela es ella la que calla, aquí también él. Paradoja de la versión cantada, a la creación de dos vidas que son, en sus sentimientos, más (Werther) o menos (Lotte) silenciadas, se añade una más. Goethe escribió sobre un suicidio. Massenet añadió ese rasgo del siglo XX que apenas asomaba aún –la importancia de los cómplices de asesinato. Cuando se estrenó en Viena en 1892, dentro de ese mismo país Adolf Hitler estaba a punto de cumplir tres años de vida.

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