24 abril 2011
Falstaff, autor de Enrique V
Como una falsa lápida, el epílogo que al final de la segunda parte de Enrique IV anuncia en vano a Falstaff en Enrique V, mejor pudiera leerse en la memoria del afecto a la que Hamlet habla al sostener el cráneo del bufón de su infancia, el amado Yorick, a su regreso de los años pasados en el exilio. Apenas dos después de que otro príncipe shakesperiano –este de Gales- desdeñara públicamente sus lazos con ese otro bufón, grosero y afiebrado que le alegrara los días: el citado Falstaff, al final del díptico sobre Enrique IV.
El símil es menos claro que el que en ambas –Enrique IV y Hamlet- ve a sus protagonistas juveniles -los príncipes, a punto de serlo ensangrentados- alentar sendas obras de teatro insertas en sus relatos respectivos: la que el príncipe de Gales anima en la taberna del jabalí, que adelanta la audiencia que después tendrá con su padre, en términos bien distintos. La que el príncipe de Dinamarca contrata para contar a su tío, en público, aunque solo para él, el relato transparente de su crimen oculto contra su hermano el rey, padre de Hamlet.
El teatro se sirve del teatro para ensayar o denunciar los crímenes. Pero también, como pugna el infeliz Malvolio en Cómo gustéis, o Falstaff en su periplo por los dos Enriques IV, ayuda a sobreactuar con farsa propia la que ya se les anuncia encima, desde más altas ventanas. Como el rumor que Shakespeare puso a introducir la trama al principio de la segunda parte, lo es también Falstaff: rumor y molde del carácter ligero hasta lo temerario del que luego será rey de Inglaterra tras haberlo sido de ese otro reino: la taberna.
Por ella pasan todos como personajes de Falstaff, que con sus mentiras crea las de sus cómplices, también las del príncipe heredero al que no trata menos de hijo que de personaje hecho a su imagen. Su caída en desgracia, coronado éste, también es la de un autor insultado como personaje justo cuando más cerca cree llegada la gloria. Shakespeare no ahorró ruina al que sería Enrique V, aunque la reservara para la obra que lleva su nombre. Y acaso empleó para ello al más insospechado de los espectros: el más obeso, el más terrenal, el más vividor de cuantos fantasmas puso Shakespeare al servicio de quienes los necesitan para asfaltar su caída.
Al renunciar a reconocerse en lo que fuera al serlo junto a Falstaff, Enrique V se impone fatalmente el destino de su padre, el conspirador Enrique IV. Así, el fraudulento y desparramado narrador de una historia que acabará no siendo la que él contaba, alcanza su triunfo al pie mismo de las escaleras en las que se le denigra: si él ya no es el emperador irrelevante, falsario, embebido de capricho y autodestrucción que creyó ser, entonces quizá el propio rey lo sea.
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