30 abril 2011

Duncan en tiempos de Macbeth


Dependiendo del país, incluso de la ciudad, los equipos de las grandes ligas profesionales oscilan entre la fidelidad a los accionistas que gritan –los que pagan su entrada- y la debida a quienes, como dueños, ven los partidos desde la cuenta de resultados. Ambas son legítimas, aunque no siempre las gradas se vacían a la misma velocidad que el valor del equipo, y cuanto más voraz el mercado en que se juega –el Nueva York baloncestístico es un ejemplo perfecto- y más fiascos se coleccionan, más cuesta reconocer en la plantilla tres caras familiares de una temporada a otra.
A miles de kilómetros de una publicación de éxito masivo como Sports Illustrated, que aquí no entendería nadie, ocurre en nuestro país, donde el periodismo deportivo forofo –valga la redundancia- anima similar y no menos frecuente cirugía, y el verbo que va sajando el bisturí es entonces “limpiar”, con suerte, el más pudoroso “renovar”. En Estados Unidos, donde la invención del deporte profesional es posterior a la guerra civil y por eso se disfruta sin necesidad de la segunda, el verbo elegido para asistir a la renovación de un equipo es el más noble “reconstruir”.
Que acaso en Nueva York, en permanente post-operatorio si de los Knicks se trata, por redundante sobre, pero que halla su mejor lugar en plazas como Los Ángeles, donde Phil Jackson se jubilará en junio tras once años como entrenador; San Antonio, donde Gregg Popovich cumple su decimosexta! temporada en el mismo puesto de trabajo; o Salt Lake City, donde Jerry Sloan dejó este año idéntico cargo tras veintitrés! años. Reconstruir implica haber construido, y es sencillo ver en la pervivencia de los dos primeros solo el natural reflejo de sus logros –cinco títulos el primero, cuatro el segundo. Pero Sloan jamás ganó alguno con sus Jazz. E incluso el caso de Popovich sería en nuestro país una rareza, pues tras ganar tres títulos en cinco años, y pasar los tres siguientes sin jugar las finales, aquí habría sido despedido antes de darle la cuarta oportunidad de no lograrlo.
Todo llega, sin embargo, y San Antonio, que acabó la temporada regular con el mejor balance del año, muy probablemente acaba de ser forzado por Memphis a reconstruir el equipo que durante los últimos trece años ha tenido en su interior, como núcleo para el resto, la forma magnífica de Tim Duncan. Imaginar los Spurs sin él es casi tan irreal como… haberles visto con él. Duncan nunca pareció de este tiempo: construido a partir del músculo de la inteligencia y el del talento inmenso al servicio de un bien mayor, su consistencia ha dominado una década a la que no es ajena la forma de construirla junto a David Robinson, como no lo es ilustrar al otro gran dueño de los últimos diez años –Bryant- a la sombra de O´Neal.
Ponderado durante una larga década como el jugador al que cualquiera que empezara a jugar baloncesto debía mirar, Duncan es, paradójicamente en tiempos de la mayor audiencia jamás disfrutada por la NBA, un embajador de otra liga, una que admite a poco más que un jugador por década: Mikan, Russell, Jabbar. La lista de dominadores al servicio de una idea que no llevara, por encima de cualquier otra, su apellido, es corta pero inmortal. Mientras Le Bron James pugna por hacer duradero lo que jamás ha existido antes que él, reconstruir otro Duncan llevará lustros.

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