14 marzo 2011

Sinfonía para Cogburn y Ross



La música que escuchara Mattie Ross en 1929, cuando Charles Portis decidió ponerla a narrar la historia que le sucediera de adolescente, cuando se embarcó junto al sheriff Rooster Cogburn y el vaquero Laboeuf para vengar la muerte de su padre a manos de un pistolero llamado Tom Chaney, raramente podía parecerse a la que, entre la épica y la ternura, Elmer Bernstein iba a escribir en 1969 para acompañar su periplo, que era a la vez el del ocaso del western como género dorado, también en el sonido con que el cine escogiera narrarlo, y que era, inequívocamente, el de la culminación de una epopeya de la que John Wayne no era menos padre fundador que Lincoln o Jefferson, un siglo antes. Hay nostalgia en la música de Bernstein, escuchada hoy, y acaso la hubiera también a finales de los sesenta, cuando Henry Hathaway, como Wayne, o Ford, ya solo podían aspirar a capturar a Tom Chaney, y no al género al que dieran su nombre, que se perdía en el horizonte. Todos ellos llevaban años muertos, y Hathaway solo esperaría un año más, cuando Joel y Ethan Coen dirigieron su primera película, Sangre fácil, en 1984. Bernstein falleció en 2004 y solo Portis vive hoy para ver la prodigiosa reencarnación de sus personajes en manos de los Coen, que viaja hacia atrás para superar ampliamente el tiempo en que Hathaway rodó la primera versión, y contar su historia tal y como Portis la escribió: con una nostalgia hecha de pérdida, y donde la memoria y la gratitud no son suficientes para llegar a tiempo de contemplarla una vez más. Como si en el viaje hacia delante los Coen hubieran pasado de nuevo por su propia memoria, su Valor de ley contiene la sangre y la facilidad, escasísima piedad y la única concesión a la bondad en el rostro de Matt Damon. La música de Carter Burwell es sombría, cuenta el viaje por un paisaje que es, junto a su épica, el abandono que acompaña la soledad, ese envejecimiento del ánimo que es el desaliento. Es una música hecha para contar a Cogburn y Chaney. La de Bernstein suena, en sus mejores momentos, al latido emocionado de la adolescente por la que pasaba la historia en tiempo real en la versión de Hathaway. Burwell ha escrito para la Mattie Ross adulta que viaja en ese tren que, acaso mientras la lleva de un extremo del país al otro, lo hace a la velocidad necesaria para que el anciano Cogburn muera a tiempo de que su reencuentro, como el del oeste que fue y el que sería desde entonces, sea ya imposible.

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