23 marzo 2011
Zinc
También los años transcurridos entre Un tranvía llamado deseo (1947) y Gata sobre tejado de zinc caliente (1955) son un tren que, además de transportar a Tennesse Williams, podría haber llevado a Stella Du Bois, tras abandonar a Stanley Kowalski, a esa mansión de los Pollitt, acaso tan similar a la casa familiar Belle Reeve, que su hermana Blanche perdiera a base de cambiar sus paredes por ataúdes para los miembros familiares que iban falleciendo sin muerte que poder pagarse. Stella es la mujer que subiría al tren en Nueva Orleans en 1947, y Maggie, la que descendería de él en Mississippi, ocho años más tarde, para encontrarse casada con Brick Pollitt, la antítesis de aquel Kowalski brutal hasta lo incendiario. Su parálisis ante la indiferencia de su marido nuevo sería, así, una impotencia doble –la que huyera de la agresividad descontrolada del obrero polaco, que renegaba de su origen cuanto más alcohol tuviera dentro para darle la razón, a la que hallara, en Brick, hecha del mismo alcoholismo y similar negación de la realidad, donde poco importara ya que en este caso el tabú fuera una homosexualidad reprimida.
La hermana que vencer en Nueva Orleans es en Mississippi hermano, y aquella Blanche es este Gooper, hermano de Brick aunque más rival de ella que de él. Y de hecho, el espectro de una relación homosexual que en La gata… mantiene arrasado a Brick, es el mismo que, cuando Maggie era Stella, amargara para los restos a su hermana Blanche en Un tranvía... encarnado en su fugaz esposo. El mismo pecado, la misma muerte para el que se fuera, la misma locura para los que se quedaran. El hijo que Stella esperara de Kowalski no es menos fantasmal que el que Maggie se inventa a última hora para que Brick conserve el control de los campos de algodón de su padre. También su orfandad es similar, allí a merced de la brutalidad de propietario de su marido, aquí multiplicada en el desprecio y la sed insatisfecha con que su marido la contempla, y también en la sospecha turbia, malévola de ignorancia trabajada, con que su suegra la recrimina su infertilidad, y que es un espejo de la que vuelca hacia su consorte, enfermo terminal de cáncer al que escoge escrupulosamente mentir y perdonar la sarta de desprecio con que aquel, creyéndose a salvo de la enfermedad, la inunda.
Similar a la fragilidad ilusa, tan perseveradamente volcada en el espejo, con que Stella y Blanche du Bois se creyeran tan a salvo la una de la otra, siendo en realidad la misma huida (en Blanche de una pulsión prohibida, en Stella de un apellido y un lugar social), Brick y su padre comparten -y acaso su impensable lazo viene de ahí- una unión de hierro que naciera de un sentimiento que ambos callan mientras pueden, y que no es la orientación sexual o el cáncer que corroe a ambos, respectivamente, sino el desprecio con que ambos viven su matrimonio. Las razones por las que Brick ignora a su mujer son distintas de las que su padre carga, violenta, asqueadamente, contra su madre, pero se convertirán en la misma en el perdón final –Brick a Maggie, porque acaso ese hijo que espera sea la prueba de lo que finalmente él sea, aunque no quiera; y su padre a su madre, porque el diagnóstico que asomará, ya sin mentiras, es el de su muerte cercana, y eso vuelve inservible lo que tuviera contra la persona con la que ha pasado su vida entera.
El patetismo de Blanche du Bois muere con ella, o acaso aguanta, latente, hasta el momento en que, una década después, su hermana Stella, reencarnada en Maggie la gata, llegara al sanatorio mental a compartir su destino de desolación y abandono. Hasta allí se acercaran, quizá, mucho después, Stanley Kowalski y Brick Pollitt, ya envejecidos, carcomidos por el alcohol su grito y su silencio respectivo, para traer una carta del único hombre que pudo haberlas amado a ambas, a las tres: el puro, el bueno, el traicionado Mitch. Atado a querer y cuidar a mujeres que ya solo podían ser su madre.
Es en ese sanatorio donde hoy murió Maggie.
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