26 marzo 2011

De dioses y cisnes


A los quince años exactos del asesinato de los siete monjes cistercienses que recoge la película de Xavier Beauvois De dioses y hombres, como una segunda sombra exacta coincide en cines con Cisne Negro, de Darren Aronosky. En común, la epifanía que, al son del mismo cuarto acto de El lago de los cisnes, en la primera película conduce a la negrura a los mártires, y en la segunda, termina por enloquecer al pájaro presionado, tan cisne blanco desahuciado como fueran aquellos en un pueblo de la Argelia sangrante de finales de los noventa. Lo que cuenta Beauvois es el pulido del amor hasta hacer de él algo que no poco constituye un arte, pero más se encuentran en esa propiedad magnífica de la voluntad humana que es venir de la impotencia, la violencia, la fuerza que te atemoriza y te vacía, y destilarlo en un molde que rezuma belleza, armonía, equilibrio. En un escenario o un monasterio amenazado, a veces el sacrificio está en ser peor, y a veces está en ser tan mejor que no puedes lograrlo sin dejar de ser. En ambos casos, el proceso ha de exigir una letanía a la que no sea ajeno inventar una presencia invisible que está aquí para retarte, alentarte, para luchar por ti o contra ti. Si eso necesita o provoca lo extraordinario es porque una definición posible del milagro también es que lo que ganes en una batalla solo lo veas tú, mientras que lo pierdes lo vean todos menos tú. Como también cuenta el ballet de Tchaikovsky, al nombre de un dios –llámesele perfección coreográfica o dilución en el amor- pudiera llegarse por la imposibilidad de ser su bondad en ese prohibido cisne solo blanco, o por la renuncia a lo que de hombre te fuera dado –el sentido de alerta, la capacidad de protegerte, la conciencia de la propia fragilidad. La lucha de una bailarina por superar su humanidad es, transfigurada en un intercambio de hondura inextricable, también la de los monjes por renunciar a ella.

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