04 noviembre 2006

proscenio y yo

Para una dialéctica –callada- de las relaciones del autor con sus personajes y de éstos con quien asiste a ellos, un texto tomado del folleto que se entrega el día en que se representa El portero, de Harold Pinter, en La Abadía:

Pinter se limita a sorprender a sus personajes en una situación y a contemplarlos en el lapso del tiempo teatral, cronológico. Contra la vieja fórmula que impone al dramaturgo el tener que confirmar y traducir en diálogos la personalidad entera de sus protagonistas, Pinter postula la constreñida tarea de abarcarlos sólo en el trayecto de la misma obra asumiendo, al hacerlo, las consiguientes indefiniciones y los consiguientes misterios que provoca ese verismo. No hay antecedentes de los personajes. El espectador tiene siempre la impresión de haber llegado tarde a la función o de haber empezado a ver la obra a la mitad. El efecto podría compararse con el impacto sufrido por un fisgón que de repente se asoma por el ojo de una cerradura y sólo tiene oportunidad de averiguar lo que en ese momento ocurre en el lugar espiado. Inútil pedir explicaciones porque nadie las sabe, y en las obras de Pinter, el autor el que menos. Únicamente los personajes conocen, desde luego, sus respectivas historias – aunque a veces, cuando las recuerdan, las recuerdan mal–, pero la situación en que han sido sorprendidos no los obliga a exponerlas: resultaría falso, tramposo, poco realista hacerlo, y el teatro de Pinter se cuida mucho de apelar a concesiones que ciertamente favorecerían la comprensión de la obra pero implicarían también una imperdonable traición a la realidad. Si verdaderamente queremos ser realistas –parece decirnos Pinter–, es necesario llevar a sus últimas consecuencias la captación de esos trozos de vida que supone el género realista. Y si lo hacemos, es imposible saber más de lo que puede averiguarse reloj en mano, en lapsos que abarcan minutos, si acaso horas. Así pues, los pocos antecedentes que de los personajes se tienen alcanzan sólo a dibujar un comportamiento, difícilmente una psicología. Esta insuficiencia biográfica, esa escasez desesperante de características psicológicas, produce un efecto de misterio, de oscuridad, que ha dado pie a suponer que se está frente a obras del absurdo. Nada más falso. Si se entiende por absurdo la deformación de la realidad; en el teatro supuestamente “realista” la abundancia de diálogos explicativos, de un psicologismo siempre explícito, la obsesión por anudar cabos, por dar a cada acontecimiento un significado utilitario al servicio de la historia que se escenifica, no representan sino deformaciones flagrantes de la realidad. Los hábitos generados por “la comedia bien hecha” hicieron del teatro realista un simulador de la realidad: un teatro, ése sí, verdaderamente absurdo. Lo absurdo es la realidad y Pinter se empeñó en llevar hasta sus últimas consecuencias la verosimilitud del diálogo: materia prima del teatro. Con el exclusivo tratamiento de una situación, no de una historia, Pinter fue descubriendo lo misteriosa que puede resultar toda conversación cuando los personajes ignoran la presencia de un espectador. No es una boutade cuando Pinter confiesa no saber más de sus criaturas que lo dicho por ellas durante la representación. Imposible para el autor –no digamos para los espectadores– confirmar con qué datos si un personaje miente, se equivoca o recuerda mal un lejano suceso. La única realidad, sin consecuencias morales y sin mensajes, es la realidad, presentada allí durante el transcurso de la situación. Pinter ha declarado: “Quiero presentar al público personas vivas, dignas de su interés, principalmente porque son, existen, y no por ninguna moraleja que el autor pueda extraer de ellas. [...] No puedo resumir ninguna de mis obras, no pueda describirlas, ni una. Sólo podría añadir que aquello es lo que pasó. Aquello es lo que dijeron. Aquello es lo que hicieron. [...] Antes de entrar por la puerta no sabes nada de él. Lo único que sabes de él es aquello que sucede en esa habitación. Tampoco sabremos nada de él una vez haya salido por la puerta. [...] Entre mi falta de información biográfica respecto a los personajes y la ambigüedad de lo que dicen, se extiende un territorio que no sólo es digno de ser explorado sino que se convierte en obligatorio explorar. Ustedes y yo, como los personajes, somos casi siempre poco explícitos, reticentes, poco fiables, esquivos, evasivos, cerrados y poco disponibles. Aun así, a partir de esas características, nace un lenguaje. Un lenguaje con el que, por debajo de lo que se dice, se expresa otra cosa.”

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