Como sucede con Juan José Millás o Borges, entre
otros, la escritura teatral de Rodrigo García o de Angélica Lidell transmite la
impresión de que podrías imitarla, de que su estilo es reproducible sin dejar
de ser tú quien lo adopta. Es decir, que para escribir como alguno de ellos
solo tendrías que tomar tus materiales y volcarlos en uno de esos moldes. El
significado de esa impresión se me escapa, no sé si dice algo bueno de ellos o
malo de mí. O solo que el estilo es un pez que rara vez adopta una forma nítida
y que cuando crees advertirlo en alguien, pescarlo es un trofeo imaginario. Como
con Lidell, el espasmo de confesión autobiográfica en García –estos días con
Daisy, en los Teatros del Canal- es un tic al que el malestar propio parece
poder prestar su discurso, sin que el tono experimente saltos. Probablemente es
falso, lo que ha de significar que donde uno ve estilo nada ese otro pez aún más
raro: la falta absoluta de pudor. Y que la sensación de poder reproducirlo ha
de ser la del alivio de no seguir guardándolo. Daisy, Daisy, give me your answer too –cantaba Hal 9000 en 2001, de
Kubrick, a medida que su memoria iba siendo desconectada y volvía al principio,
a lo que le fuera enseñado nada más creada.
31 mayo 2015
29 mayo 2015
la luz que reservas
Coinciden en el tiempo la publicación de las
memorias de Oliver Sacks en vísperas de su muerte anunciada, con el estreno en
el CDN de El jardín de los cerezos, de Chéjov, dirigido por Ángel Gutiérrez. Y la
noticia de ésta última recalca sutilmente la distancia escasa entre la muerte
de Chéjov nada más terminar su obra y la lucha de Gutierrez por su vida, estos
días en el hospital. “El tiempo es lo
único importante. Creemos que la vida empieza mañana, pero el tiempo es este
instante. Quieres hacer algo hermoso. Y mañana has muerto. No hay que perder el
tiempo” –dice éste.
Inserto en la negrura por venir, la expresión “arroja una luz inusitada” llega desde
la reseña de las memorias de Sacks –Eduardo Lago/ El País/ 24.5- para iluminar
a todos: a Chéjov, a Gutiérrez, por supuesto a Sacks, del que Lago escribe
incluso “hay algo chejoviano en el
proceso de alquimia verbal con que Sacks torna la ciencia en literatura”.
La luz, tan contraria al pudor, aflora en el caso
de Sacks para abordar su homosexualidad. Y una sombra más ancha, que dibuja su
educación sentimental con un hilo, en palabras de Lago, que “es el convencimiento de que el amor
verdadero es algo que le ha estado vedado siempre”. Dotado de una
inteligencia prodigiosa y de una vida social en Nueva York a la altura de su
prestigio, Sacks vivió 35 años de abstinencia sexual.“Tengo la impresión de que me he mantenido siempre a cierta distancia
de la vida. Eso ha cambiado” –escribe al final del libro.
La luz que la proximidad del fin arroja sobre las
cosas las ha de dotar de un relieve nuevo, más nítido. Y eso tiene, en la versión
de Sacks, una claridad que suena tan real y ambigua como la declaración de Gutiérrez,
pues si perder el tiempo es necesario en cierta medida para no pensar que todo
lo que hacemos ha de tener un fin claro –lo que equivale a monetizar el
transcurso del día-, alejarse de la vida es un refugio de tentador acceso para
pasar por ella sin rozar algo del dolor inmenso de que consta.
Uno se reconoce en ambos: en quien odia perder el
tiempo y en quien se protege de lo que le rodea. De ambos fracasos declarados –querer hacer algo hermoso sabiendo que mañana
morirás, y aceptar la ausencia de amor- la primera suena a elección y la
segunda a renuncia. Si la primera puede llenarte pese a saberla de imposible realización,
la segunda es irrenunciable pese a que puedas compartir diagnóstico. Pues, para
quien como Gutiérrez, Chéjov y Sacks, la creación de algo hermoso es el
objetivo de una vida, la lección primera ha de ser entender que es justo la búsqueda
lo que crea esa belleza.
Al César le era advertido frecuentemente que moriría.
En Japón llegó a enterrarse a los abuelos y padres bajo el mismo suelo de la
casa que se habitaba para recordar sobre qué vive uno y qué le espera. Esa luz,
tan esquiva, que ni por escrito se atreve uno a encenderla gritando lo que ve
alrededor, los jardines que se talan, el amor que se tiene, o no.
24 mayo 2015
Soy el que soy
De los cinco puntos que
extracta el díptico de Ahora Madrid que entregan a la entrada de un centro
comercial, cuatro –acaso los cinco- son incompatibles con reducir el déficit
público y con aminorar el ritmo al que crece la emisión de deuda. La clave del
sudoku fiscal podría estar en el interior, en el punto 1.4 del Área 1 -cambio
del modelo económico- si no fuera porque su definición mínima es un sudoku en
sí, y uno anula al otro: definiendo y potenciando los sectores productivos más
estratégicos. Que vienen a ser banca, turismo, inmobiliaria y hostelería. Cambio
de modelo pueden significar dos cosas, y la más urgente no tiene que ver con elegir
otros ropajes sino con cambiar la horma en que se aplican. Con suerte será la
candidatura ganadora hoy, más desalentador es desearlo por asco al modelo habitual
antes que por el desfile espléndido de sus propuestas.
22 mayo 2015
muro hecho de notas
Como colofón a uno de los mejores ciclos
musicales que oferta Madrid, recala en la sala de cámara Hesperión XXI, con
Jordi Savall al frente, semanas después de haberlo hecho en la sala sinfónica. Acompañados
de músicos armenios, el programa de músicas de ese país de los siglos XVIII al
XX extrae sonidos hondos y dolorosos, que tanto podrían ser, como bien preludia
Savall, los del genocidio armenio a manos turcas en los primeros años del XX, como
las músicas imposibles que el campo de exterminio nazi de Theresienstadt, en
Checoslovaquia, alentó en el afán de simular un campo vacacional. Alice Herz-Sommer,
pianista que sobrevivió, aún logró estirar su vida hasta los 110 años, la longitud
de una sinfonía asombrosa a partir de lo que fuera condenado a ser apenas un acorde.
El magisterio de Savall regresará en octubre con el reverso de estos cantos
dolientes: la música del imperio otomano en diálogo con las tradiciones
armenias, griegas y sefardíes. Para quienes no puedan estar ese día en el Auditorio,
queda el documental Refuge in music, de Dorothee
Binding y Benedict Mirow sobre las músicas de Theresienstadt.
19 mayo 2015
15 mayo 2015
lo que sabe a rayos
Escrita por Julio Verne en 1882, El rayo verde simboliza
lo mejor y lo peor de su literatura: el avance, previsible cuando no sabido de
antemano, de la acción y, al mismo tiempo, la atención ganada pese a ello. Planteado
nada más empezar la novela como el objetivo de una joven, contemplar el último
rayo del sol al desaparecer en el horizonte marino conlleva, típicamente
verniano, el hecho físico y su añadido heroico, en este caso poético:
contemplarlo permite una visión clara de los propios sentimientos y de los
demás. Contado simultáneamente como su búsqueda y su irrelevancia –la
protagonista sabe desde decenas de páginas previas a quién ama y a quién no
soporta-, el rayo verde es, en la novela, lo que se busca cuando no se
necesita: los enamorados –ella y su amado- acaban buscando en sus ojos mutuos
lo que el rayo no necesita ya decirles.
Tan fugaz, y arduo de ver, como Verne fabulara, ese rayo
verde iba a quedarse suspendido en ese punto del horizonte 43 años: hasta que
Scott Fitzgerald lo ubicó al otro lado de la bahía en que Jay Gatsby tiene su
casa, desde cuyo muelle mira cada noche el mismo rayo verde que proviene de un
faro situado en la casa de la mujer que ama, casada desde hace años con otro
hombre. Como la propia moraleja de la novela –que la perdición espera en el
momento en que no sabes que estás ganando-, lo que Gatsby parece ver es solo la
parte del recorrido del haz de luz que no llega hasta él: la negrura, la parte
oculta del haz (que vendría a ser la vida de casada de la mujer que ama y le
ama) es la que le atormenta y acaba causando su destrucción.
Eric Rohmer llevaba ya cinco años en el mundo cuando El
gran Gatsby fue publicada en 1925. Cuando en 1986 rodó El rayo verde, concilió
ambas historias, la de Verne y la de Fitzgerald. En la peripecia de una mujer
joven y atractiva cuya soledad, angustiosa e inmune a las posibilidades
imperfectas que salen al paso, la aísla en un pozo de tristeza e impotencia,
puntuada desde fuera por su encuentro con personas con la que nada tiene que
ver, pese a lo normales que son éstos entre sí, y vernianamente, por un grupo
de ancianos felices entre los que algunos dicen haber visto el rayo verde
varias veces. Y cuyo improbable rayo de sol vivificador acaba viniendo del más
inesperable de los lugares: mientras lee a Dostoievski en una triste sala de
espera de una estación de autobuses. Justo antes de intentar ver el último rayo
de sol en el mar, observa una tienda de juguetes playeros –pueriles, malos,
baratos como las relaciones que ignora porque no son lo que siente necesitar-
que lleva justo ese nombre: el rayo verde. Ganado finalmente sin que sus héroes
dejen de parecer algo tan improbable como perfectamente posible.
Y sin embargo Verne, que no escribió una sola historia de
amor ni por aproximación desgarrada o imposible, está más cerca de Fitzgerald
que de Rohmer. Pues la agonía de la protagonista de éste es contemporánea -la
soledad en medio del marasmo del bullicio- mientras que la de Gatsby, cosida de
romanticismo suicida, es hija del siglo que vivió Verne. Rohmer debió haber leído
El gran Gatsby y esa es la novela que la protagonista de su película debía
estar leyendo mientras esperaba un autobús que sabe que raramente pasa.
10 mayo 2015
ensayos tras la función
Como en los documentales de Claude Lanzmann sobre el
holocausto judío a manos de los nazis, la obra doble de Joshua Oppenheimer
sobre el genocidio indonesio en la década de los sesenta –The act of killing
(2012) y The look of silence (2015)- se nutre de testimonios grabados décadas
después. Ese doble rasgo que le une a Lanzmann explica también la distancia que
les separa, y que se mide en tiempo: en el que tardó Lanzmann en editar y exhibir
sus siete documentales. Rodado durante once años, las nueve horas que dura Shoa
contienen también un viaje más sutil por el reloj: finalizada en 1984, cuarenta
años después de que el último de los campos de exterminio nazis hubieran
cerrado, no muchos de quienes aparecen en ella, para denunciar o para ser denunciados,
vivían para entonces. Y ese es el más temprano de sus documentales sobre el tema.
El siguiente tardó diez años más en ser terminado. Siete años después, había
dos más. Pero el siguiente tardó otra década en existir. El último data de
2013.
Los desdichados que aparecen en The look of silence han
de envidiar tanto los plazos compasivos de Lanzmann para con sus víctimas, como
agradecer que los documentales en los que se juegan la vida delante de la cámara
de Oppenheimer se proyecten hoy, en vida de muchos de quienes, genocidas
comprobados y confesos, siguen ocupando puestos de poder en Indonesia. Los títulos
de créditos al final de la película, llenos de anónimos cuya participación pone
en peligro sus vidas y las de sus familiares, amplia la lista de espectros en
manos de asesinos sin pizca de arrepentimiento y sí de orgullo o pueril coraje
de matón, y la proyecta hacia The act of killing, donde los genocidas, al recrear
sus crímenes como si de escenas cinematográficas se tratara, cuentan que los
asesinados por cientos de miles eran, a sus ojos, solo extras con sangre
intercambiable. En The look of silence, uno de los jefes de un comando
sanguinario dice haber mantenido la cordura solo gracias a que bebiera la
sangre de aquellos que mataba. Y ni por un momento uno duda de que esa forma de
cordura gobierna aún el país. Y de que la obra de Oppenheimer tantas posibilidades
tiene de servir de prueba ante un tribunal internacional, como de ser visto,
por los asesinos que salen en ella, como el guión de una secuela probable de lo
que ocurriera hace ahora cincuenta años.
06 mayo 2015
salir del muro y mirar
Se cumple un año del montaje El triángulo azul, que el Centro
Dramático Nacional programó en la
sala Valle Inclán, y la foto en movimiento que supuso ver encarnar a los
prisioneros españoles en Mauthausen va volviendo a la inmovilidad de las fotos
reales que Francisco Boix tomara para el servicio de documentación nazi. Documentado
por Montse Armengou y Ricard Belis en su libro El convoy de los 927, la
peripecia de la liberación de Mauthausen hace ahora 70 años es, en no poca
medida, la de la liberación previa de las fotografías que Boix lograra sacar
del campo cuando las órdenes de destrucción de pruebas llegaron al laboratorio
en que trabajaba. Boix y el resto de mensajeros que lograron transportar los
fajos de negativos se jugaron la vida que ya apenas tenían porque el precio a
pagar merecía la pena, pero nada se hubiera logrado sin alguien que, fuera del
campo, no tomase la misma decisión sin tener, como ellos, tan poco que perder. Anna
Pointner ocultó en un segmento del muro de su jardín los 20.000 negativos que
Boix, entre otros, lograron salvar. Quizá uno de los muros que podían verse
desde el interior del campo, como islas en medio del verde de las praderas y
los bosques, y que los prisioneros que acarreaban piedras en la parte superior
de las edificaciones del campo podían ver sin esfuerzo, al menos físico. En algunos
de los negativos salvados acaso se veía la misma casa en que iban a quedar a
salvo.
Obligados por las tropas norteamericanas, ciudadanos de las
poblaciones cercanas al campo de exterminio fueron forzados a ver los últimos cadáveres,
casi esqueletos, amontonados, a confrontar un silencio con otro, una
inmovilidad biológica con otra moral. Entre ellos quizá estaba Anna Pointner,
muda como el resto, tan incapaz de gritar a sus compatriotas que todos lo sabían,
como de decir a los oficiales norteamericanos que ella sí lo sabía. Como
ocurriera con las directivas nazis que ordenaron documentar el horror que ellos
mismos producían, la colaboración ciudadana con los perseguidos por el régimen llevaba
en sí el mismo demonio: la capacidad de saber una cosa y actuar como si no. Cuando
Pointner aceptó guardar los negativos a riesgo de su vida, nadie sino Boix, que
pasaba horas diarias duplicando esos mismos negativos y haciendo copias en
papel de lo que, por otro lado, se le pedía fuera destruído, debía comprender esa
dualidad que en Alemania no pocos debían ocultar tras un muro para no sentirse
tan indefensos como los que morían en los campos. Boix salió de Mathausen para
morir seis años después. Es cruel escribir que los negativos, esos negativos
llenos de cadáveres, sobreviven a vivos y muertos.
05 mayo 2015
Verne. Apunte
Entre la constante de un profeta –aventurar lo que rara vez verá- y su anhelo más profundo –vivir para ver lo que imagina- no ha de ser infrecuente que las huellas de lo segundo pasen inadvertidas entre la maraña de lo primero. En 1884 nadie podía decirle a Julio Verne, porque nadie podía saberlo aún, que a él se le habían concedido ambas cosas. Acreditado que en uno de sus viajes en barco visitó Inglaterra en 1881, quizá tras arreglar su yate en Vigo tres años después, Verne recaló de nuevo en Inglaterra, y tal vez entonces, de viajar hacia el interior, recaló en Birmingham a tiempo de ver nacer a Cecil Burford Berners Lee, quien llegado el día sería padre de Conway Berners-Lee en 1921, como éste de Tim Berners-Lee en 1955, quien acabaría desarrollando las ideas fundacionales que articulan la web. En tan solo un siglo, el abuelo de éste último vivió para leer a Verne en vida del escritor. De no haber muerto tan joven a los 47 años, una sola vida habría bastado para vivir en el mismo planeta que un fabulador de viajes extraordinarios, y también para ver nacer a la persona que iba a permitirlos todos sin moverse del sillón.
02 mayo 2015
rosa entre legañas
El verso de Samuel Coleridge –y si una mañana la rosa con que soñé amanece en mi mano- sugiere un asombro no tan distinto al que contiene su opuesto –y si la rosa con que no sueñas amanece cada mañana ahí, al alcance de tu mano- e inferior en importancia, pues en el segundo la rosa no te necesita, que es mejor. Uno pasa cada día delante de este rosal para salir a correr, y cada día uno se da la vuelta en la puerta, a la ida y a la vuelta, para ir a oler una de sus rosas. Por si fuera ella la que viniera de soñar conmigo.