06 octubre 2014

llamada a perdurar


De cuantos estereotipos acuna y transgrede La llamada, el musical de Javier Ambrossi y Javier Calvo, en el Lara por segunda temporada consecutiva, el de las adolescentes protagonistas –Macarena García y Anna Castillo- hacia una luz imprevista es solo más chillón que el que afecta a las monjas –Gracia Olayo y Belén Cuesta-, pero es ésta última la que atrae la función hacia sí con el menos previsible de los recursos –el apocamiento volcado como arma de seducción. Es justo el magnífico trabajo de Cuesta lo que hace de la Llamada un musical atípicamente comercial y simultáneamente interesante desde, al menos, uno de los personajes. Pero hay un protagonista más, uno que apenas pronuncia un par de frases más allá de las canciones (de Whitney Houston) que le corresponde cantar. Y es el más delicado de los personajes posibles: dios. Sin ese trabajo especialmente afinado en la creación de su rol, La llamada sería probablemente irrelevante o desastroso. No lo es porque el mayor logro de Ambrossi y Calvo es calibrar con sumo cuidado –es decir, con la distancia natural que el personaje exige- la respuesta de dios a los ruegos de todos y a la empatía con el personaje de García. Richard Collins-Moore es un impagable demiurgo al que solo pudiera interesarle lo que las voces humanas emplean en usos mejores que alabarle. La sorna fugaz y los modos de cantante pop al uso son un recurso valiente que se bastan para lo menos valioso aquí –explicar a qué vino o por qué- y explotan en la dimensión verdaderamente obvia del personaje –lo incomprensible de sus actos, lo poco que nadie que crea en dios podrá decir alguna vez que entiende uno solo de sus actos. Lúdico, pueril o manido en los modos de las adolescentes, amargo en la confesión del sacrificio inmenso que exige el sacerdocio a los veinte años, su milagro es un dios al que poco parecen importarle las vidas consagradas a él, y mucho la melodía simplona con la que resistimos. 

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